El Inductor

Por Sergio Salazar

 

Naborí Sforza Shikoku siempre estaba pendiente de todo menos de si mismo. Su aspecto lamentable, contrastaba con su inagotable imaginación y una asombrosa capacidad de deducción. Aún a sus veintiocho años, estudiaba en la universidad. Era hijo de una de las familias más poderosas de la capital. Nunca aprendió a montar bicicleta, patines, jugar fútbol, béisbol, metras, chapitas, perinola, gurrufío, nada. Sabía todas las nociones básicas, reglas, y teorías, pero nada práctico. Ni siquiera aprendió a conducir. Hablaba italiano por su papá, japonés por su mamá, inglés porque le dio la gana y por supuesto venezolano (muy parecido al español). Se preguntarán por la variedad étnica de sus padres y del cómo se conocieron, eso es toda una épica contemporánea.

Naborí tuvo un sueño, a decir verdad fueron miles, pero había uno que le obsesionaba y de éste es el que les voy a contar ahora, ya que las circunstancias y el ánimo así lo permiten.

Corría el año 1987 cuando lo conoció quien esto escribe, ese fue el año cuando ingresé a la U.S.B., año que según los entendidos, fue la peor cohorte jamás ingresada en dicha universidad. Este dato lo traigo a colación pues formando parte de dicha cohorte, apenas al ingresar a la universidad necesité urgentemente de un “preparador” de matemáticas.

Recuerdo que mi primer encuentro con Naborí fue fortuito. Comentaba con un condiscípulo en el cafetín de la universidad lo mal que me había caído un profesor de matemáticas, quien al presentarse, no dejó de mencionar de manera evidente que se sentía un erudito y que la carrera que él había estudiado y de la cual se había graduado Cum Laude, no era para todo el mundo y que la materia que nos iba a dar a nosotros era, dicho de manera peyorativa, solamente lo básico necesario que requiere un ingeniero. ¡Que rabia!, Mi sueño de ser ingeniero de la U.S.B. había sido minimizado por un ególatra antipático de mierda. Naborí a mis espaldas, quien se estaría tomando su segundo o tercer café negro grande, intervino preguntando si por casualidad me refería a Bruno Sansó, volteé y sin sobresaltarme ya que su aspecto así lo demandaba, respondí bromeando, “ay dios mío, no me venga a decir que es su hermano”. Me miró a los ojos un segundo como imaginándose algo y de repente rió de manera abrupta y estrepitosa, salpicándonos a todos, en especial a mí, del café que sorbía en ese momento. Todos saltamos de nuestros asientos de manera instintiva y algunos muy molestos le reprochaban mientras trataban de secar la inevitable mancha de café. Naborí viendo lo que había hecho soltó otra carcajada ensordecedora, multifónica e infantil a lo que algunos le gritaban desde lejos, cállate “Yuk” anda a trabajar y deja tranquilos a los “nuevones”, volví a sentarme después de limpiar el lugar y esperé mientras se reponía de su ataque de risa, que por durar un par de minutos, me permitió detallarlo.

En verdad Naborí era extraño, era una persona con el pelo ensortijado muy negro, la cara muy blanca, la forma de los ojos típicos de los asiáticos pero de un verde tan claro, que por la poca abertura de los mismos parecían totalmente blancos. Labios muy finos que solamente sirven para sostener los miles de cigarrillos que se devoró mientras lo conocí, boca muy grande, de estatura mediana y muy delgado, y para colmo la forma de su cara ovalada casi puntiaguda en las orejas, desbarataba cualquier intención de otorgarle algún rasgo característico de región alguna de este planeta.

No - respondió - no es mi hermano - confesó cerrando los ojos y tomando mucho aire para evitar reír de nuevo. - Estudié con él, vimos dos trimestres juntos de la carrera y me cambié pues eso no era para mí, sin embargo te puedo decir que el tipo es bueno en su materia, éste es su primer año como profesor y si su petulancia no hace que lo maten antes que termine el trimestre creo que será un excelente profesor - Tomó lo que le quedaba de café de unn sólo trago y poniéndose de pié me dijo donde quedaba su cubículo pues él era, por cierto, preparador de matemáticas.

Que agallas tenía ese loco. Yo que me considero un bromista nato, me imaginaba en plena preparaduría pariendo con los límites, derivadas y esas cosas y de repente, se me salga una de las mías y que el tipo se esté comiendo unos espaguetis… ¿se imaginan?, Nooo mano ni de broma, opté por buscar inmediatamente otro preparador.

Después de cuatro arduos días de búsqueda infructuosa, estaba casi resignado a quedarme con el último preparador de mi lista, ya que no podía perder más tiempo por la acumulación de materia. No sé que cara tendría, me imagino que de aprehensión y de patética ignorancia, pues se me acercó una chama que la había visto en los “vivenciales” semanas atrás - ¿Qué pasó amigo? te veo preocupado - olvidando lo superbuena que estaba la loca, le dije sin mirarla… - asustado es lo que estoy, fíjate, me cambio de profesor porque el tipo es un petulante y resulta que todos los preparadores son peores, que vaina, he visto solamente dos clases, una con Sansó, que después de media hora presentándose, dijo un pocote de cosas que estoy tratando de descifrar y la otra, con Bayón, que tuve que caerme a golpes para poder entrar al abarrotado auditorio para luego ver toda la clase, parado y de lejos, y para completar este preparador de mierda “habda así como si tuvieda todos dos dientes pegados a da dengua” y coño… como uno se concentra así… mejor me voy de aquí.

Así estaría de preocupado, que seguí ignorando a la chica que caminó a mi lado. Al rato me dejé caer en un espacio con grama que estaba bajo un árbol cerca de la “casa del estudiante”, me quité la liga que acorralaba mi cabello largo y rascándome fuertemente la cabeza, trataba de oxigenarme la mente para así activar mi ingenio. No sé por qué siempre hacía la misma vaina pues lo único que lograba era quedar despeinado.

-Y, entonces ¿qué hacemos?, Nos vamos o vemos como solucionamos el problema - me dijo la chica sacándome de mis inútiles cavilaciones.

¿Qué problema? – pensé- ¿el de matemáticas?, ¿El de los preparadores?, ¿Qué hacía esa loca todavía allí?… Por primera vez miré a la niña con detenimiento, en términos generales estaba chévere, no especificaré más, pues podría sonar lascivo si consideramos que yo tenía 21 años para ese momento y ella 16.

-No sé chama - le dije derrotado, recogiéndome nuevamente el cabello. Me presenté, se presentó, nos preguntamos cosas, de donde venía, edad, hermanos etc., además supe que también estaba “ponchada” en matemáticas. Y de pronto, de manera providencial la niñita me preguntó por la mancha que tenía en mi suéter, agarré mi único cuaderno revisé la contraportada y ahí estaba el edificio y el cubículo del preparador que hasta ahora conocía como Yuk, me levanté me sacudí los restos de grama pegada a mi trasero la ayudé levantarse y sin decir más le dije, sígueme.

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Lo único que combinaba con Naborí era su cubículo, o pequeña oficina que se había procurado en un gran depósito de vainas viejas y descontinuadas. Que desastre, como creía ese carajo que cualquier estudiante nuevo, temeroso y dispuesto a poner el futuro de su carrera en manos de alguien, tendría las agallas de pedirle que fuera su preparador. La cara de la nena era un poema, no sabia si correr, gritar, desmayarse o molestarse, pues pensó que yo la estaba engañando y las cosas no estaban para bromas. Aparté unas cajas de papeles y notas que se encontraban en dos de las cuatro sillas que tenía el cubículo, sin inmutarme ante la petrificada actitud de la niña, me senté en una de ellas y le pregunté muy cortésmente al preparador que cómo se llamaba, a lo que se golpeó la frente con su palma, disculpándose por lo torpe que había sido y de manera repentina se puso de pie y estrechándome la mano amablemente dijo Naborí Sforza Shikoku, acto seguido pasando por encima de unas gavetas de aluminio que estaban en el piso, se le plantó al frente de la nena repitiendo la presentación, esta dejándose llevar más por su intuición que por la razón, se presentó y se sentó a mi lado.

Naborí sin dejar de ser cortés, fue apremiante al preguntarnos si queríamos que él fuera nuestro preparador, a lo que ambos sin pensarlo mucho, ya que de lo contrario nos hubiésemos negado, asentimos con la cabeza. Les pregunto - dijo - porque necesito en cada trimestre por lo menos darle preparaduría a un alumno para mantener el trabajo y si ustedes quieren, pues, no buscaré más.

Naborí no necesitaba las cuatro “lochas” que ganaba siendo preparador, pero quería el trabajo por las prerrogativas que obtenía por el cargo. Habiendo protocolizado la reunión colocando nuestros nombres en sendas planillas y revisado nuestros horarios para luego elaborar un cronograma de actividades, dimos por concluida la primera de muchas reuniones que tendríamos en aquel chiquero, bueno mejor lo llamaré caverna, porque si los cochinos la vieran, se ofenderían.

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Con una paciencia digna de un cura en una tribu del Amazonas, Naborí nos fue enseñando como interpretar esos jeroglíficos de aquella ciencia llamada matemáticas. En fin, lo que si estaba claro es que aparte del estoicismo con que Naborí enfrentó nuestra preparaduría, estaba el hecho de que el tipo sabía todo lo que debía saberse con respecto a las matemáticas, todo. Entonces me extrañó el asunto aquel del cambio de carrera y un día le planteé esa inquietud, a lo que sin profundizar mucho dijo “lo que pasa es que las matemáticas son aburridas… no explotan”. Realmente me encontraba muy ocupado tratando de entenderla, como para dilucidar lo que él acababa de decir.

Venían los primeros departamentales y las caras de los “nuevones” ya mostraban signos de preocupación, falta de sueño y algunos de resignación, pues la “clavada” era inminente. La nena y yo, aunque agotados, estábamos más bien expectantes. Lo último que nos dijo Naborí fue que nos tranquilizáramos ya que nos creía por encima del promedio. Francamente siendo vox populi que éramos la peor cohorte que había ingresado a la universidad, realmente no me sentía nada tranquilo ya que en este caso no es suficiente eso de que “en pueblo de ciegos el tuerto es el rey”.

En resumidas cuentas salimos airosos de nuestra primera prueba y lo único que probó eso es que Naborí era un genio. Otros efectos secundarios fueron que la popularidad de la nena se disparó tanto que creí que la perderíamos del grupo, sacó 45 sobre 50, imagínense aparte de estar buena… inteligente. Yo que saqué 42 sobre 50 solamente fuí tildado como un maldito con suerte. Eso si, ninguno de los dos mencionamos nada de nuestro preparador, la cual había sido una instrucción directa de Naborí. Fue el primer conato de clandestinidad en este triunvirato tan heterogéneo.

Después de ponernos de acuerdo, la nena y yo invitamos a Naborí a unas cervezas para celebrar el examen. Habíamos pensado en ir a un antro que quedaba cerca de la universidad que llamaban la Bolera o en el mejor de los casos, para otro más refinado llamado el Gavilán, aunque aceptó la invitación, sugirió otro lugar en Las Mercedes. Aunque ningún músculo de mi cara mostró nada más que un “Okay” mi bolsillo empezó a necesitar un electroshock ya que sabía que el golpe iba a ser muy duro, en cambio la sifrina de la nena brincó diciendo… ¡si si mejor vamos a Las Mercedes!, Y mostrando mi última sonrisa hipócrita hacia la nena dije… ok vamos.

A los pocos segundos de haber llegado a la abarrotada “tasquita”, como la llamaba Naborí, ya tenía preparada una excusa para irme del lugar. A pesar de ser muy popular el lugar, los precios… no lo eran. Ya estaba todo planificado, a la segunda cerveza… dolor de estómago y pá mi casa.

Bueno el plan en cuestión lo dejé tirado subiendo unas estrechas e inclinadas escaleras, siguiendo el traserito de la nena y escuchando con mucha dificultad a Naborí, varios peldaños más arriba, diciendo que esta era una de las tascas del papá. ¿No puede ser? Respiré tranquilo y reafirmé mi fe por nuestro Señor Jesucristo.

Dejando todo el bullicio atrás, llegamos a una muy estrecha puerta al final de las escaleras, Naborí se detuvo un par de segundos mientras alguien que no pude ver por el rabo de la nena y la espalda del ahora anfitrión, abría la larguirucha puertecita. Escuché voces en italiano, en español y luego en italiano nuevamente, cuando escuché mi nombre alcé la mano sobre el hombro de la nena para saludar sin saber a quien. Nos hicieron pasar a un lugar tan grande como la tasca misma del piso inferior.

Naborí nos presentó a su padre quien amablemente nos invitó a pasar y a sentarnos. Noté que el español del viejo Sforza era perfecto y sin acento, cuestión que me extrañó muchísimo a sabiendas que, la familia había llegado a Venezuela a comienzos de los setentas y asumiendo que debería tener alrededor de 50 años, entonces ¿Cómo lo logró?. Ni idea.

Seguidamente, alguien, que siempre estuvo allí pero que no vi al principio, cerró la puerta y la aseguró con un gran pestillo de bronce que hacía juego con todo lo que tuviera que ver con metal en esa estancia. Del ruido del piso inferior sólo se escuchaba un murmullo que era anulado casi totalmente por una melodía vieja de violines tristes italianos y si a eso le sumamos un fuerte olor a pipas y a tabacos finos, acompañado con su inseparable humo que opacaban casi todo que estuviera a más de dos metros, tendrán que perdonarme si pensé en Vito Corleone. El viejo Antonio (así se refería Naborí cuando mencionaba a su padre) dijo algo en italiano a otros señores quienes estaban en una mesa con una mano de dominó a medio camino, luego de rezongar unos segundos se acercaron a saludar cariñosamente al sobrino, quien los besó a todos en ambas mejillas.

A unos pasos del enorme sofá en forma de “L”, había una muy pulida barra justamente donde en el piso inferior se encontraba la del negocio y para colmo con barman y todo, Naborí, luego de preguntarle a la nena que quería tomar, volteó a la barra e hizo una seña casi imperceptible. Segundos después dos jarras y una copa de muy fría cerveza chocaban en lo alto para celebrar haber sorteado, sin saberlo, el primer filtro impuesto por las autoridades de la U.S.B.

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Para alguien como yo, con un nivel económico bastante limitado, quien en su juventud leyó todo lo que le cayó en sus manos, conocedor de muchas culturas, por libros, documentales y películas, estar con ese nuevo mini círculo social como protagonista era atractivo y embriagante. Y hablando de eso, agarramos una borrachera olímpica en la que a la pobre nena le hicimos que nos contara toda su vida, novios, escapadas, etc., absolutamente todo lo que no quería decirnos en un principio, para luego quedarse dormida en la alfombra, bueno realmente se durmió en el sofá, pero al rato sin darnos cuenta, se escurrió hasta el piso. Con la “pea” y la risa no pudimos levantarla y decidí arroparla con mi suéter. Aquel que nunca perdió la mancha de café.

Los italianos y el barman se habían ido. Salvo el señor de la puerta que dormitaba sentado al lado de la misma. Fue entonces cuando desinhibido por la curda, Naborí mencionó su proyecto secreto al que llamó, el Inductor. Yo con esa descomunal pea, no le paré mucho cuando trató de explicarme como funcionaba el aparato en cuestión, pero… cuando me dijo para que servía… sentí una sacudida tal, que la borrachera quiso salirse de mi cuerpo… y salió.

Con pocos segundos para reaccionar tome un jarrón (de bronce por supuesto) que estaba encima de la mesita esquinera del sofá y vomité en él. Mientras esto sucedía corría como podía hacia el baño. Ya en él y con el contenido de mi estómago totalmente afuera, me dediqué a lavar el jarrón y a pensar en “el Inductor” ya como algo real y posible. Para cualquier persona normal y silvestre, la sola mención del objetivo del Inductor, generaría una reacción de… “te imaginas si eso fuera posible, sería maravilloso”. Pero yo, aunque escéptico de profesión, le concedí algo de factibilidad. El cuello del jarrón era suficientemente grande para meter mi mano o un pañito para limpiarlo, pero ni de vaina metería mi mano allí. Entonces me dediqué a llenarlo de agua, batirlo y botar el agua, tantas veces, hasta que el agua por fin salió sin un pedacito de… ustedes saben. Mientras me afanaba en dejar el jarrón como estaba, me veía en el espejo del baño… imaginándome, fotografiado en grandes titulares de prensa, donde nos llamaban, los salvadores del planeta. Ahí lo supe todo, supe que quiso decir con que las matemáticas no explotan, supe cual sería nuestro destino, supe lo que sería ser inmortal al aparecer en los libros de historia hasta el fin de los tiempos, lo que no supe en ese momento fueron los enemigos y las desventuras que tendríamos que pasar. Con la mente totalmente despejada de la pea pero llena de preguntas, regresé con el inmaculado jarrón al sofá donde Naborí, en posición fetal, dormía al lado de la nena. No quise despertarlo, porque creí que no diría nada coherente con la rasca. Lo dejaría para después.

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La nena con los ojos desorbitados sacudía a Naborí de manera frenética. Eran como las cinco de la mañana y al ver que me desperté primero se abalanzó sobre mí, forzando a que colocara mi cabeza a la altura de sus ojos y gruñéndome en voz muy baja como si yo tuviera la culpa de todo y gastando todo el aire de sus pulmones me recriminó diciendo, ¡mi papá me va a caer a golpes!.

Cuando la nena… de dieciséis años… quien tenía un inocultable aliento a licor y estaba a punto de amanecer fuera de su casa por primera vez en su vida me sacudió, recordé lo “careculo”, que según nos contó la nena esa misma noche, era su papá, que si bien era un tipo joven y muy al día con las tendencias de la época, era muy celoso con su niñita. Brinqué del sofá y traté de despertar a Naborí, pero fue en vano, el hombre solamente respiraba pero no daba más signos de vida. Debíamos pensar en algo, la nena estaba realmente aterrorizada, me puse mis zapatos y echándole una última ojeada al reluciente jarrón de bronce de la esquinera, le dije… ¡vámonos!.

Estaba haciendo un frío endemoniado y casi corriendo en dirección del Metro, le pregunté si este pasaba cerca de su casa - Nooo que va, me deja en Petare y luego debo tomar otro carro para “subir” a la Urbina.- Yo como vivo en La Guaira y no conozco nada de Caracas le contesté, ¡ahhh, okay!.

El Metro, aún cerrado por la hora, se mostraba pavoroso y fantasmal, ya que hace pocas horas eso era un bullicio y un bululú de gente pá llá y pá cá. La nena mentó la madre a quien debía abrir el Metro. Paré un taxi y halándola en dirección a él, le dije que se montara: Pregunté al taxista que cuánto costaba la “carrerita” para la Urbina, la nena con los ojos suplicantes me dijo que no la dejara sola. Subí con ella y arrancamos. En el camino le decidí que era muy mala idea si nos vieran llegar juntos, que mejor se inventara una buena excusa y aguantara su “palo de agua”. Comenzó a llorar y tomándome por un brazo tan fuertemente que inclusive me hirió con sus uñas, me imploró nuevamente que no la dejara sola. Lo asustada que estaba la nena llegó a ponerme realmente nervioso, ¿Será que su padre es un tirano? O algo por el estilo. ¿Será que la golpeará al llegar?.  ¿O a mi?.

¡En la casa del portón negro, por favor! - le dijo al taxista . Al estar frente a la casa, cerré los ojos y respirando profundamente traté de relajarme, después me dije, “pero bueno ¿cuál es el problema?, Esta gente no es familia mía”.

Al instante que la nena logró abrir la puerta, se escuchó la voz de una señora desde el garaje de la casa que de manera apremiante gritó ¡¿nena?!, a lo que respondió con la voz entrecortada -  si mamá soy yo-. Se escuchó el rápido caminar de más de una persona acercarse a la entrada de la casa, entre ellas… el papá. ((((Clang)))) Primer round. La mamá la abraza y luego de unos segundos la separa de sí y sin soltarla la vió de hito en hito, me imagino que para ver si estaba bien físicamente, el papá me veía raro y yo… tieso. ¿Qué pasó mijita? ¿Dónde estabas?, - preguntó la madre.  La nena empezó a llorar de los nervios. El papá se acercó, apartó a la madre suavemente y echándole el cabello hacia atrás para descubrirle su cara, la abrazó, y yo… tieso aún. La señora muy nerviosa por el llanto de su hija me vió con una gran interrogante en su cara. La cosa estaba muy complicada. La nena entre sollozos no podía hablar, el papá me veía con una ira desmedida y la mamá sin saber que hacer pues ni siquiera sabía quien era yo, volvió a abrazar a su hija. Sin perder mi posición marcial, mirando siempre al papá a los ojos y recordándome que no tenía nada que perder, intervine - buenos días- me presenté. Dije que era compañero de clases de la nena, que en el día de ayer habíamos recibido las excelentes notas de nuestro primer examen departamental de matemáticas y acto seguido decidimos ir a celebrar, como se estila en la universidad, con nuestro preparador, quien para suerte de nosotros es hijo del dueño de una tasca. Como era de esperarse nos embriagamos y nos quedamos dormidos hasta ahora.

La pasmosa franqueza con lo cual había descrito los hechos, anuló el sollozo de la nena quien cerró muy fuerte sus ojos esperando la reacción del papá. Segundos interminables de silencio fueron rotos por la mamá al decir, ¡ay Dios mío, menos mal, pensamos que le había pasado algo malo a la niña!. La mamá ya nos había perdonado. Dirigiéndome al aún renuente papá le dije que, de haber tenido el teléfono de esta casa seguramente habría llamado, pero como tenemos poco tiempo conociéndonos, no lo tenía. Mentí y seguramente el papá supo que mentí, pero prefirió dejar las cosas de ese tamaño pues realmente se sentía aliviado que su niña estuviera en casa. Sin demorar más, dije que debía reportarme también en casa. Me despedí de todos di media vuelta y salí del lugar escuchando a la mamá agradeciéndome por haber traído a su niña.

A la nena la reprendieron igual, tal vez, no tanto como ella esperaba, pero si le recordaron ciertas cosas que no debía repetir. No pregunté más, pero me agradeció mucho que no la hubiese dejado sola y de la manera como enfrenté a sus padres, pues ayudó bastante a que no la crucificaran. ¿Qué puedo decir?, La chama estaba buena.

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Ninguno de los tres supo de los otros dos hasta el día de la siguiente preparaduría. Después de contarle a Naborí del problema de la nena, éste un poco distraído por un papelero que tenía en su escritorio, se encogió de hombros y guardando apresuradamente todo ese desorden en una de las gavetas de aluminio del piso, nos ofreció un poco de café. El rotundo ¡No! a dúo, dejó sin cuidado a Naborí quien se sirvió su humeante, espeso, amargo y negrísimo café, en su jarrita de unos 400 cc hasta el tope.

Transcurría la preparaduría de ese día tal cual como las anteriores. Naborí estaba explicándole uno de los ejercicios del libro a la nena que ya yo había terminado. Mientras, empecé a curiosear unas notas que tenía Naborí en una caja de zapatos sobre el teclado de la computadora. Planos electrónicos, fórmulas, listas de elementos y materiales, mediciones de tiempo, resultados borrados, tachados y vueltos a escribir. Yo medio entendía parte de los planos pues había estudiado un par de años en el Centro de Estudios de Telecomunicaciones de la compañía telefónica estadal de Venezuela. Sin que Naborí se percatara saqué la segunda hojita de la caja de zapatos poniéndola encima de la anterior para seguir curioseando sin abusar. Un alerta se activó en mi, reconocí en esa segunda hoja un generador de energía, mi corazón se aceleró de manera repentina, sin poderme contener tomé la cajita y colocándola enfrente de Naborí sobre el cuaderno de ejercicios de la nena, le pregunté en voz baja y a una cuarta de su cara, si esas notas que tenía en esa caja no pertenecían “al Inductor”. Naborí palideció, tomo la cajita instintivamente y la tiró en el cajón más profundo de su escritorio cerrándolo con llave, se levantó y haciéndome una seña para que me callara cerró el resto de los archiveros. La pobre nena paseaba su mirada del cajón a Naborí, de él a mi y luego… al cajón nuevamente. No entendía nada pero siguiendo la orden, permaneció callada.

Salimos de la caverna callados y siguiendo a Naborí por unos minutos en dirección a la salida de la universidad, mi excitación ante lo que estaba seguro que era el Inductor se fue tornando en una suerte de miedo-pena de haber metido la pata y de haber incomodado a Naborí. De repente salimos del asfalto para adentrarnos en un área bastante extensa de grama sin árboles ni arbustos cerca, se detuvo, vió alrededor y se sentó viéndome a la cara. Casi con la resignación de quien va a recibir una reprimenda, me senté al frente de él, con la nena a mi lado.

Pasaron unos minutos mientras Naborí buscaba la manera de comenzar a hablar. Después de cerrar los ojos como si se arrepintiera de algo me preguntó… ¿fue en la tasca verdad?, Asentí con la cabeza mientras veía las trenzas de mis zapatos. La nena siguió mostrando una sorprendente paciencia al no decir ni preguntar nada. ¡Que bolas, no tomo mas! - sentenció. Preferí no decir nada adoptando la inigualable paciencia de la menor. - ¿Qué tanto te dije? - Me preguntó resignado. - No mucho – contesté - pero me dijiste lo que hacía el Inductor y eso “won”, fue suficiente -. La nena se dejó caer de espaldas a la grama viendo al cielo, resignada a esperar que, cuando nos diera la gana, le diríamos que diablos estaba pasando.

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Haciendo memoria de lo ocurrido aquella tarde y para describir algo más de la personalidad de Naborí, debo decir que el carajo no ingirió más nunca en su vida ninguna bebida alcohólica, para él su palabra era un compromiso inquebrantable. Claro, yo lo veo como una cosa grandiosa y magnánima y admiro a esas personas con esas cualidades, porque yo, que va mi hermano, mentiroso y embarcador como el que más… Volvamos a aquel día.

Naborí cambió diametralmente el tema que nos tenía llevando sol en medio de la grama como unos idiotas, recordándonos que el viernes tendríamos el segundo departamental de matemáticas. Realmente el examen nos tenía sin cuidado, estábamos “sobrados de lote”. En tal sentido, debo decir que el carajo en las últimas dos semanas de preparaduría solamente nos hacía ciertas acotaciones y algunas sugerencias, ya que nos había enseñado a ver la materia desde otra perspectiva más amigable y sencilla. El intento, no logró desviar mi interés por el innombrable asunto. La nena nos veía a ambos con cara de preocupación, porque no éramos nosotros. No era el grupo que se reunía a bromear y a estudiar de hace media hora. Estábamos muy unidos y compenetrados, éramos de esos que nos aconsejábamos unos a otros con la franqueza que debe dar la amistad verdadera, que habíamos creado un seudo-mundo paralelo, dentro del extraño mundo de esa universidad, ese ambiente que habíamos logrado era muy nuestro muy envolvente y reconfortante. Claro que estaba preocupada, pero aún la nena no decía ni pío. El único que estaba en control de las cosas era sorprendentemente, yo. Entendía perfectamente la preocupación de la nena, sabía el ímpetu que Naborí le imprimía a lo que hiciese aunado al hecho que el Inductor era el proyecto de su vida, con todo el significado que sé que él le daba al asunto y al final estaba yo, tranquilo pero entusiasmado con el proyecto que dejó de ser solamente de Naborí desde el día de la tasca y del cual no dejaría de empujar para lograrlo a cuenta de lo que sea, claro habría que ver si Naborí nos dejaría participar en el “proyecto”.

Te voy a dar cinco minutos más para que ordenes tus ideas y veas como nos echas el cuento entero del – y bajando exageradamente la voz, le dije – Inductor. Mira que la menor se va a asfixiar si no dice nada pronto – dije esto señalándola y esta asentía rápidamente con la cabeza dándome la razón – además, he esperado más de un mes desde que lo mencionaste, pero  won, ¿hasta cuando esperar?, Mira que yo no soy tan paciente como ustedes, además, estoy seguro que algo está pasando con el proyecto últimamente porque te he notado intranquilo y preocupado… cuéntanos, a lo mejor podemos ayudarte.

Encendió el cuarto cigarrillo desde que llegamos a la grama y sin dejar de mirarme me dijo – nos vemos el viernes después del departamental - y se levantó, sentí que la nena quería decir algo y dirigiéndome a Naborí le pregunté - ¿los tres? – miró a la nena con sus ojos de alcancías oblicuas, sonrió y reprochándome la pregunta me dijo - ¡claro pendejo! – y continuó diciendo delante de la estela de humo que iba dejando – concéntrense en el examen, pónganle cuidado – se detuvo, giró y dando un paso en dirección a nosotros, dijo - tengo entendido que la universidad no quiere a ninguno de ustedes en ella. Con este examen se van a deshacer de unos cuantos. No piensen en más nada hasta el viernes, enfóquense. – Esa era su palabra predilecta. Y se fue.

Mientras miraba a Naborí alejarse, la nena se abalanzó sobre mí sorprendiéndome y haciéndome caer de espaldas al césped, para luego ahorcarme con ambas manos, no hice resistencia alguna, esa pajilla hubiese volado un par de metros con sólo estornudar.

- ¿Dime por favor, qué pasó aquí hoy… y en la tasca? – me interrogó con mucha impaciencia.

- Ah, eso… - dije mostrando indiferencia y levantándome aún con la sanguijuela esa asida a mi cuello y ahora con sus piernas rodeándome la cintura, pues estaba determinada a no soltarme, continué diciendo - ¿No oíste a Naborí? El viernes hablaremos de eso – sus uñitas se clavaron de manera decididas y firmes en mi cuello, lo que hizo detener mi andar, la miré como si le quedaran tres segundos antes que le diera una golpiza y entendiendo de inmediato su futuro próximo, se bajó de un brinco. Nos fuimos al cafetín mientras le contaba lo de la tasca y lo que yo entendía del Inductor.

- ¿Si? y, ¿es posible? – Preguntó, me encogí de hombros y seguimos caminando, la nena deambulaba con la mirada fija hacia adelante sin ver nada. Ahora éramos dos los interesados en el proyecto, nombre código “el Inductor”.

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La desolación que se sentía en esa universidad el viernes del departamental en la tarde, era inocultable. Grupos de “nuevones” sentados en los gélidos pisos de los pasillos y recostados en las paredes de los salones que horas antes habían servido de “salas de matanza”, lamentaban haber ido el fin de semana a la playa, o al cine, o de burlarse de los “viejones” por parecer unos Nerds.

Un total de 422 estudiantes de los 1200 de la cohorte del 87 fueron expulsados de la universidad por estar debajo del mínimo de permanencia, 604 cayeron en período de prueba, es decir, por encima del mínimo de permanencia y por debajo del mínimo aprobatorio, 127 de ellos se retiraron voluntariamente. La mitad de la cohorte del 87 no llegaron al segundo trimestre, y de los que quedaron, casi dos tercios estaban sobre la cuerda floja. El filtro había sido un rotundo éxito.

Esa tarde no vimos a Naborí. Lo buscamos en la caverna, preguntamos por él y nadie supo decirnos nada. No me sentía de buen ánimo, pero igual que en todos los departamentales, nos fuimos a beber con los amigos. Claro en un ambiente muy diferente. Muchos de ellos sabían que era una despedida.

La verdad que el examen fue una masacre planificada con total alevosía maquiavélica. Al ver la primera de las tantas hojas que tenía el “departamental”, me recordó aquellos manuscritos enigmáticos del libro “En el nombre de la Rosa” omitiendo así el mojarme los dedos con saliva para pasar las hojas, pues las páginas que tenía ante mi, contenían puro veneno. Para no decir más de aquel fatídico día, la nena sacó 22 y yo 27, claro era suficiente para pasar, pero nuestros sueños de un buen índice habían recibido un “gancho” al hígado… muy doloroso y de difícil recuperación.

Muchos compañeros, a decir verdad, todos mis compañeros y compañeras de “parrandas”, no pasaron del primer trimestre. Las tres compañeras y amigas de bachillerato de la nena “rodaron” también. En resumidas cuentas, quedamos solos.

Hasta ahora habíamos tenido mucha suerte de haber conocido a Naborí. Lamentablemente para todos mis “panas” fue muy dura la lección de que, en la Simón Bolívar, si logras obtener algún tiempo libre mientras tratas de permanecer en ella, aprovéchalo comiendo o durmiendo.

Recuerdo claramente un graffiti cerca de la entrada de la universidad, que decía, “Estudiantes U.S.B.istas, tecno-seres deshumanos”, en ese momento entendí el mensaje. Escrutaba las miradas de los viejones y todos parecían pensar en lo mismo, no sé en qué, pero era en lo mismo. Aterrorizado le dije a la nena que cuando me viera así, me clavara una estaca en el pecho para liberarme de ese aburrido y triste final. No crean que he olvidado el cuento que les estoy echando, es que hubo muchos elementos que interactuaron para involucrarnos en el proyecto energético más revolucionario desde el descubrimiento de la electricidad. Energía. No de grandes cantidades, ni de nuevas fórmulas de generación, se trata sólo de un nuevo método de transportarla. Energía, si, de eso es de lo que trata esta historia, esta idea, este sueño.

Estoy seguro que alguien allá arriba quería que estuviésemos involucrados en él, pues para completar el panorama, la U.S.B. que nunca en su historia se había involucrado en ninguno de los cientos de problemas que sufría la universidad pública venezolana, a la semana de haber culminado nuestro primer trimestre, se unió a la huelga general de profesores universitarios del año 87- 88.

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Después de ese primer trimestre de tortura china y la huelga de profesores sin ninguna solución a corto plazo, decidí ir todos los días a la playa pues quedaba cerca de mi casa y no me costaba nada. Una noche me encontraba embadurnado de crema Nívea, cuando la nena me llamó para informarme que Naborí la había llamado para que nos reuniéramos el lunes en la caverna. Era jueves. Interrogué a la nena del por qué esperar hasta el lunes, a lo que ella muy tranquila me dijo... ¡verdad chico, recoge una ropita de invierno y nos vamos pá Italia!. Que vaina, no se le pegó nada bueno, pues el sarcástico del grupo era yo. ¡Nos vemos mejor el lunes – le dije - pues voy a tardar mucho quitándome la bodycream de encima! Y colgué.

Muy delgado y blanco, encontramos a Naborí en el desierto cafetín de la universidad. Al vernos besó a la nena y me abrazó muy enérgicamente. Extrañado por su efusividad, le reproché el haber desaparecido de esa manera. No obstante, haciendo caso omiso del reproche, nos felicitó por la segunda y cuarta mejor nota de aquel último departamental de matemáticas. Nos contó que había pasado toda la mañana de aquí para allá buscando información de todo lo acontecido en estas últimas semanas y que entre otras cosas, nos había inscrito en un curso de computación que habían abierto un grupo de estudiantes de dicha carrera para pasar el tiempo mientras duraba la huelga. Yo iba a protestar por ese atentado a mis vacaciones tropicales cuando se levantó y nos dijo, ¡vamos al laboratorio!.

Me levanté catapultado por lo que creía que íbamos a averiguar ese día. La nena me miró interrogante y “pelándole” los ojos la conminé a callarse y seguirnos. Naborí a conocedor de nuestras inquietudes, nos adelantó que tenía casi listo uno de sus dos proyectos.

¡¿Dos proyectos?!. Que vaina, lejos de tranquilizarme empeoró las cosas y a sabiendas de la nueva angustia que me acababa de generar, me agarró del cuello a manera de abrazo sin dejar de caminar y halándome hacia él, me besó en la “mollera”. Si creía que eso me relajaría estaba muy equivocado ya que su evidente alegría sólo decía que había logrado algo. Llevados por el desespero de unos y la emoción del otro, arrancamos a correr de manera frenética al laboratorio. Esa fue la última vez que hicimos algo que llamara la atención estando juntos.

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Primero les hablaré un poco del segundo proyecto que estaba desarrollando Naborí, si bien es cierto que para mí resultaba muy interesante, él sólo lo usaba de fachada para evitar que cuando la gente se intrigara del trabajo que estaba realizando, tenía al segundo proyecto como respuesta. Este proyecto “backup”, consistía en aquel viejo sueño del movimiento eterno, es decir, el desarrollo de una máquina capaz de moverse, generando mientras esto sucede, la suficiente energía para impulsarse a si misma. El asunto iba bien encaminado, casi había logrado que el consumo no superara a la generación. Pero la dedicación y el tiempo eran para el Inductor.

El Inductor, por fin se los diré, es un conjunto de dispositivos que interactúan para transformar la energía o corriente en una especie de microonda capaz de desplazarse por el aire a ¡ciento once veces! la velocidad del sonido y que luego pueden ser decodificadas y usadas normalmente. Básicamente lo conforman dos dispositivos, la caja A, que codifica la corriente en algo parecido a las microondas y la caja B que decodifica esas pseudo ondas. Cada caja posee un sistema que les permite saber siempre donde se encuentra la otra. Un beneficio adicional de la no utilización de los conductores naturales, es la eliminación de la resistencia. La resistencia cero se traduce en que la onda puede viajar grandes distancias sin deteriorarse ni perder sus valores cuantitativos de energía. Un último detalle técnico que diré por ahora del Inductor, es que la decodificación de la onda generada por la caja A, no es exactamente el proceso inverso de la “codificación” de la misma. Este dato lo menciono pues es lo que tuvo a Naborí, cuatro años de más en la U.S.B... El tratamiento de las frecuencias en las microondas se aplica exactamente igual en el Inductor. La distancia real, según Naborí, la daría el tamaño de la antena emisora, y si a eso le agregamos la posibilidad de rebotarlo en un satélite, usen ustedes su imaginación.

Si aún no han caído en cuenta del significado del Inductor, les ayudaré un poco. El gran problema que ha tenido el desarrollo de los carros eléctricos ha sido el excesivo peso de sus acumuladores de energía o baterías, aunado a la poca potencia que se obtiene por el amperaje requerido. En fin, ahora tendremos un carro eléctrico un poco más pequeño que los carros de combustión interna y significativamente más rápidos y potentes. Imaginemos la eliminación casi total del monóxido de carbono emanados por estos motores. Digo casi total, pues en aquellos países que no tengan la posibilidad generar electricidad usando plantas hidroeléctricas, energía, solar, eólica o atómica, tendrán que seguir quemando combustible fósil en sus plantas termoeléctricas. Imaginen esas pequeñas islas tan distantes de tierra firme que por su poca población y sistemas de producción no puedan permitirse un tendido eléctrico submarino y que ahora con solamente una caja B, puedan entrar al siglo XXI. De igual manera las provincias y los pueblos remotos, ahora podrán disfrutar de la electricidad y sus beneficios. Vuelos sin las escalas necesarias de reabastecimiento. Barcos pesqueros que pueden durar meses en alta mar sin tener que entrar a puertos extranjeros con todas las implicaciones que ello trae, para cargarse de combustible. Sería más fácil la vida en los polos,  la Antártida, Alaska, etc., las ballenas, principal fuente de energía y alimento para esas regiones tendrían un chance de evitar su extinción.

Seguramente se preguntarán si producirá cáncer. Puedo decir con toda certeza, que por la naturaleza misma del proceso de codificación, es imposible que esas pseudo ondas afecten de manera alguna ningún organismo viviente. ¿Cómo se puede controlar su consumo? Igual que con los teléfonos celulares, se le asignará una frecuencia de uso para una o varias cajas B, y estas pueden ser fijas o móviles como en el caso de los vehículos las cuales requerirán un importe adicional por la utilización del GPS y como se ha venido haciendo hasta ahora, el recibo de consumo nos llegará por correo a nuestra casa u oficina.

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Naborí nos enseñó todo lo concerniente a la “Rueca”, el proyecto backup. Planos, fórmulas, detalles interesantes (que nunca me sirvieron para un carajo, pero interesantes al fin), por si algún curioso empezara a preguntar, dijésemos que estábamos colaborando con Naborí en ella, su tesis de grado. Éste, se había tomado el asunto tan a pecho, que nos fotocopió todo lo que tenía de la Rueca haciéndonos una especie de guía. Luego nos despidió diciéndonos que el viernes nos veríamos de nuevo y nos haría una evaluación del proyecto, puntualizando que la única manera de que estuviésemos con él en el desarrollo del Inductor, era aprobando la evaluación de la Rueca con cero fallas.

Bueno se podrán imaginar que mandamos pál carajo las clases de computación de esa semana para “caletrearnos” la Rueca en cuestión. Presentamos, salimos excelentemente bien y de todas maneras nos calamos tremendo “peo”, pues si la Rueca era la excusa de Naborí para ir a la universidad, las clases de computación lo eran para nosotros. Después de disculparnos y “jalarle bolas”, se enserió nuevamente recordándonos que la vaina no era juego y que había poco tiempo para terminar el Inductor pues le quedaban dos trimestres nada más.

¿Poco tiempo? ¿Seis meses?, Para la velocidad que llevaba mi vida en esa época, seis meses era una eternidad. Me mostré intranquilo ante esa posibilidad de una larga espera. Naborí con aquella paciencia alabada anteriormente, me colocó sus manos en el hombro y me empujó levemente hacia el fondo de la silla, ya que me encontraba sentado en la punta de la misma, me agarró cada brazo y pidiéndome con un ademán que los aflojara, me los “jamaqueó” de manera que se destensaran, para luego colocar cada uno de ellos en los posabrazos de la silla. Seguidamente tomó mi tobillo y rodilla derecha, la flexionó y la colocó sobre mi pierna izquierda y para culminar me dio un último empujoncito en el pecho para que me recostara del espaldar. De ahora en adelante - dijo de manera imperativa -  siempre, escúchame bien, siempre cuando estés conmigo, te sentarás así, no importa si estás apurado, nervioso, meando o lo que sea, tengo muchas tensiones en todos lados para que tú me generes otra. Al volver Naborí al escritorio, vimos como la nena estaba sentada exactamente como lo estaba yo en ese momento, pero adornando su hermosa cara con una dulce sonrisa. Estallamos en una carcajada al unísono al reconocer su madurado sarcasmo.

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Comenzamos a involucrarnos en el Inductor, haciendo ensayos, pruebas y todo tipo de evaluaciones. Yo estaba pariendo porque no se imaginan el miedo que le tengo a la corriente, y la caja A cuando se activa, emite un destello azul casi blanco tan repentino e intenso, que la primera vez, me asusté tanto, que la nena desde entonces, mueve los brazos y zapatea como yo lo hice en ese momento, para demostrar (burlándose de mi) mucho miedo. En resumidas cuentas, llevaba en mi morral guantes de goma, botas de goma hasta las rodillas y por si acaso, una “tripa” de camión en varios tamaños, ya que a veces tenía que sostener algo acostado o recostado de algo. La nena sin embargo, por su torpeza, Naborí no le permitía hacer nada mientras las cajas estuviesen prendidas. La función de la nena en el grupo era otra, según él.

A decir verdad cuando por fin nos involucramos en el Inductor el proyecto estaba terminado, como dije anteriormente estábamos en la etapa de pruebas, correcciones, adecuaciones, depuración e implantación. A pesar de haber entendido el proceso de transformar la corriente en “olas”, que es así como llamó Naborí a las extrañas ondas generadas por el proceso, no entendí como un científico con una lógica o un raciocinio normal pudo seguir los derroteros seguidos por este “mago” para lograrlo. Al preguntarle al respecto sólo se encogió de hombros y dijo ¡pura suerte won!.

Las olas de la corriente codificada se veían en un osciloscopio normal como una onda cuadrada de corriente continua, pero no refleja los valores reales del tiempo y de la fase, en tal sentido, conociendo la naturaleza de la onda en cuestión, el carajo desarrolló un osciloscopio al que llamó “el surfer” el cual mostraba la onda real, que se veía de verdad como una ola marina pero de las que sirven para surfear con la punta en forma de garfio casi comenzando un “tubo”. Esto es producto de formar una corriente híbrida entre la alterna y la continua, alimentado con un “destensor magnético”. El destensor es el corazón del Inductor y es, en realidad, el gran descubrimiento. Los demás son dispositivos complementarios que aunque complicadísimos todos, eran consecuencia de las características particulares que el “destensor” necesitaba.

La utilización del Inductor era sencillo, la caja A debía ser alimentada con el voltaje y la corriente que quisiera que recibiera la caja B, es decir, no existe una caja A de 220V y otra de 110V, se podía usar la misma para ambos casos. El tamaño de las cajas varía de acuerdo a la distancia de transmisión, pero estas nunca excederían, hasta el momento que hicimos las últimas pruebas, el tamaño de un televisor de trece pulgadas, que además, es el tamaño que tendrán los dispositivos en los vehículos, por el GPS y el “localizador gemelo”.

Bueno a medida que siga con el relato seguiré dando características del Inductor, pero ya lo conocen y ya se imaginarán en que problemas nos metimos. No crean que durante las modificaciones del aparato no interpelé a Naborí sobre las consecuencias directas que esto tendría sobre Venezuela, monoproductor petrolero. El carajo secándose sus manos sudadas, encendió un cigarrillo con la colilla aún encendida del anterior que estaba en el cenicero, aspiró una gran bocanada de humo y viéndome como decepcionado de tener un ayudante sin imaginación y sin entender el alcance del proyecto, me dijo ¿qué tal si te dijera que Venezuela se convertirá en una gran caja A?.

¡Claro! ¡Por supuesto! Seríamos proveedores de corriente para aquellos países sin capacidad de generación de energía que según los estudios hechos por Naborí, eran muchos. ¡Que pena! Claro que había pensado en Venezuela. Hasta había hecho un estudio de mercado y todo.

La huelga de profesores le cayó como anillo al dedo a Naborí, pues disponía de todos los equipos sin tener que esperar que los desocuparan y adicionalmente habían menos personas haciendo preguntas. Nuestra obligada excusa para ir a la universidad nos empezaba a servir de algo. Las nociones básicas de computación que recibimos ese trimestre de huelga, nos ayudaron una barbaridad, porque esa era la herramienta principal de Naborí y al aprender a manipularla, descargamos una inmensa cantidad del trabajo tedioso que tenía que hacerse. Lo malo fue, que primero, el profesor de computación fue “aqued cadajo que pudo habed sido mi pdepadadod” a comienzos de trimestre y segundo, que yo tuve que hacer ese trabajo monótono y tedioso, pues la nena se hacía la pendeja y decía, poniendo acento gocho, “esh que la computajión es muy difíjil”. Al concluir la huelga el Inductor estaba probadamente listo.

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La universidad había vuelto a su anormalidad habitual, la bulla que se escuchaba en el primer trimestre con los nuevones bromistas había desaparecido. Dos tercios de los nuevos que quedábamos estaban guindando y tenían que ponerle un mundo de dedicación si querían permanecer en la universidad.

Como a pesar de haber quedado en salones separados la nena y yo nos lo pasábamos juntos, la gente terminó por “empatarnos”. El tema en cuestión fue tocado en una de las reuniones en la caverna y se decidió por unanimidad que era conveniente seguir “empatados” porque no se explicaba de otra manera tanto tiempo juntos. A decir verdad si me hubiesen empatado con la nena el primer mes de la universidad, no me hubiesen podido borrar mi cara risueña con nada, pero a estas alturas no podía ver a la nena de otra forma que como hermana menor. Sin embargo disfrutaba de la envidia de la gente cuando me decían nuevamente y de manera “cariñosa”, maldito “lechúo”. Al terminar la reunión del día en que nos empatamos, la nena me exigió que la llevara a comer y luego al cine. Claro, yo como atento y abnegado novio, la mandé pál carajo.

El pobre Naborí disfrutaba mucho con las “mentepolladas” de nosotros. Sin embargo, habíamos aprendido a estar tranquilos cuando él estuviera comiendo o tomando café. Una vez, echando vaina, el carajo se echó a reír con un cigarrillo en la boca, éste salió disparado y me cayó (oh suerte) dentro de mis botas de pescadero. El hijo e puta vió la vaina y como no me había dado cuenta, esperó. Al sentir la vaina, brinqué, pataleé, traté de sacarme las botas que me quedaban apretadas y por último me tiré en el piso para levantar la pierna y se saliera de allí. El carajo lloraba y se retorcía en el piso de la risa. Muy molesto le pregunté si para eso me quería en el grupo. Si era para divertirle… Se que no… pero el “coño de su madre”.

Y hablando de ella, su madre, a la legendaria Kel-Ani la conocí en persona unos años después de lo que les estoy contando ahora. Miles de historias nos tenía Naborí al mencionarla. Cada vez que se refería a ella dejaba de hacer lo que estuviese haciendo, se sentaba encendía un cigarrillo y asumiendo una posición de remembranza, nos contaba cualquier vaina de las innumerables cosas que le pasaban. Pues si bien Kel-Ani fue sacada por el viejo Antonio de la comuna campesina del Japón donde vivía, muy joven y totalmente analfabeta, el orgullo de la japonesa siempre sobrepasó con mucho ingenio, ese pequeño inconveniente. La mamá, según Naborí, lograba salir de muchos enredos valiéndose de su velocidad de reacción e imaginación. Por mucho tiempo pensé que esta señora era un mito inventado y alimentado por él, porque ni siquiera el viejo Antonio cuando conversábamos en la tasca, la mencionaba. La súper mamá que se había inventado Naborí y los cuentos que nos echaba no me molestaban ya que pensaba que mantenía su cordura con esas invenciones. El genio, a veces se paraba enfrente del Inductor y se le quedaba viendo por tanto tiempo en estado catatónico, que cuando eso ocurría nos daba tiempo de ir al baño, preparar café o ir a comprar algo. Una vez duró casi dos horas, y al “despertar” cojió su cuaderno de notas, anotó algo, se fumó un cigarro y dijo saliendo con su morral en mano, ¡creo que terminé el “localizador gemelo”!.

La manera de pensar de Naborí no era normal y es por ello que esa idolatría por su madre me parecía que era una forma de descargar esa atribulada mente. Pero estaba equivocado. Al instante de conocer a Kel-Ani supe que todo era cierto.

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La primera vez que el Inductor salió a la luz pública, fue para participar en unas competencias de robótica organizadas por los estudiantes avanzados de física y electrónica de la U.S.B. Para tal evento se diseñó el primer vehículo que contendría la caja B pero en su mínima expresión, sin GPS ni los otros dispositivos que lo engrandecían. Obviamente el evento no era para mostrar al Inductor, sino para probar su uso.

La competencia en cuestión, consistía en diseñar un vehículo a control remoto capaz de sortear diferentes obstáculos en el menor tiempo posible. Si bien es cierto que el “Voyager” estaba lo suficientemente bien diseñado para ganar la competencia por si solo, contaba además con un súper mini motor eléctrico que era alimentado con tensiones de hasta 300 voltios y corrientes de hasta 34 amperios. Tal capacidad era para “dejarle el pelero” a cualquiera de los participantes del evento, sin embargo el manejo sutil de quien esto cuenta, logró ganar de manera convincente, siempre con centímetros de diferencia de nuestros oponentes para evitar llamar la atención. Ganamos la competencia general.

Evidentemente los demás participantes querían curiosear el interior de la máquina ganadora y Naborí haciendo gala de una actuación merecedora de algún premio, destapó al Voyager para mostrarlo orgulloso y alardear de su súper carrito. La caja B, había sido disfrazada de batería y el motor, aunque extraño, no evidenciaba los flujos de tensiones que podía manejar. La simplicidad del carrito decepcionó a los demás concursantes, otorgándole a mi manejo la razón de la victoria. Naborí satisfecho por todo, le hizo una seña a la nena quien se encontraba en el segundo piso del edificio de Estudios Generales en un salón vació, recogió sus peroles y nos fuimos a la caverna. ¡Perfecto! Exclamó.

Y así había sido. Lo que más preocupaba a Naborí era si el localizador gemelo podía funcionar en una situación difícil, créanme, esa competencia fue extrema y el dispositivo funcionó, según la telemetría, casi en un ciento por ciento. El localizador gemelo es el dispositivo que se encarga de dirigir la transmisión de corriente de la caja A en dirección de la caja B, y esta a su vez le emite constantemente una señal a la caja A diciéndole donde se encuentra. Esta señal la emite diecisiete veces por segundo.

La última en llegar a la caverna fue la nena con su carrito de equipaje y un bolso en donde traía la caja A usada en la competencia. ¿Qué tal? – preguntó - ¿Todo fino? y Naborí encogiéndose de hombros sin asomar ningún rastro de modestia dijo que si, como reprochándole la duda. La nena sin pararle a la petulancia del carajo saltó y lo abrazó por el cuello tan repentinamente que hizo que éste perdiera, como siempre, el equilibrio y se cayeran en un pocote de cajas que estaban en el piso. Naborí adoraba esos arranques de la nena. Adoraba todo lo de la nena. Yo sin embargo le tenía prohibido cualquier “hemorragia” de alegría pues la niñita era muy desastrosa, arañaba, mordía, tumbaba y “escoñetaba” cada vez que se alegraba y a mi no me gustan esos jueguitos.

Bueno de cualquier manera salimos airosos también en pasar desapercibidos en la prueba del Inductor frente a todo el mundo, nadie sospechó nada. El Voyager vivió sólo ese día, mantenerlo ensamblado era muy peligroso.

En dos meses participamos en tres eventos electrónicos más. Luego nos inscribimos en uno importante, con invitados de universidades de Puerto Rico, México, Cuba, Colombia, España, Brasil, Panamá, Trinidad y por Venezuela la LUZ, ULA, UCV y U.S.B.. Veintisiete expositores llevaron sus “creaciones” al complejo de auditorios de la Simón Bolívar para su exposición. Fue entonces donde cometimos el error de participar. ¿Error? Claro que lo fue, se lo había advertido a Naborí, no esperes ganarle a México, Brasil y España sin levantar resquemores y suspicacias. Que bolas, a Brasil, el latinoamericano insignia en tecnología, a México, el hijo mayor de U.S.A. hasta con la petulancia característica de estos y a España, mi soberbia España con sus noveles expertos en “ordenadores” y un realero invertido en su actualización tecno-electrónica.

No fue solamente el diseño de un equipo capaz de generar una onda electromagnética que dañara cualquier aparato electrónico a doscientos metros a la redonda lo que molestó a la casi totalidad de los participantes, sino la descortesía de no advertirles a los demás que protegiesen sus equipos en plena exposición. Para completar la metida de pata, el aparatito en cuestión no era más grande que cuatro cajas de zapatos apiladas en dos por dos. Claro, no se requería un tamaño mayor pues el manejo de los valores de corrientes y voltajes eran generados a distancia y el dispositivo que se podía ver en la exposición era solamente la “corneta” o el emisor de la onda.

En resumidas cuentas, “probando” el dispositivo, hubo que suspender la exposición por dos días, pues todos los equipos fueron afectados por la onda electromagnética de uno u otra forma y peor aún, Puerto Rico, Cuba, Trinidad y España se retiraron del evento pues no contaban con la contingencia del borrado literal de los respectivos discos duros de sus unidades de procesamientos, aunado a que los respaldos que trajeron también se vieron afectados. Bueno, si Naborí quería llamar la atención debo decir que fue muy eficiente.

La noche del “accidente” nos reunimos en la caverna y decidimos retirarnos del evento pues si ya habíamos molestado a los participantes con la prueba, al ganar, porque íbamos a ganar, llamaríamos la atención de unos muy molestos enemigos. Naborí se disculpó con nosotros, atribuyéndole a su eufórico orgullo a la animadversión que le tiene a los mexicanos y nos alentó a que cuando se comportara de esa manera fuésemos más enérgicos con él y tratáramos de hacerle entender. Era más fácil que nos pidiera rehacer el Inductor con palillos de dientes que “hacerle entender”.

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La graduación de Naborí llegó y una profunda tristeza se apoderó del par restante del trío. Nos veíamos poco. Desde el “incidente internacional”, habíamos decidido mantener un bajo perfil y el transcurso de los trimestres de la universidad se tornaba aburrido en muchas ocasiones. Mientras tanto compré una motocicleta casi regalada porque tenía el motor inservible y Naborí fabricó un motor eléctrico muy parecido a uno de combustión interna en apariencia y lo adaptó al chasis, reconstruyendo el tanque de gasolina de tal manera que internamente albergara la última caja B diseñada con las más nuevas modificaciones y adaptaciones que optimizaron en siete por ciento el desempeño casi perfecto que ya tenía el dispositivo.

La probé literalmente por toda el área metropolitana de manera exitosa. Les comento que a pesar que parecía una normal y humilde “Famosa” de fabricación venezolana de casi dos décadas de antigüedad, esta tenía muchísimas mejoras a nivel de suspensión, rolineras y ejes para que pudiese soportar las altísimas velocidades que ahora lograba. Nunca he sabido cuanto es su velocidad tope, les confieso que cuando llegué a doscientos setenta kilómetros por hora la adrenalina fluyó de tal manera que casi me paralizo del miedo.

Me enteré que iba a esa velocidad pues si bien el velocímetro de la moto sólo llega a ciento ochenta, en una oportunidad en la madrugada de un martes, se me “pegó” una nave en la autopista Francisco Fajardo en dirección a Guarenas pidiéndome paso y envalentonado aceleré, aceleré hasta que mis genitales me empezaron a estrangular.

Tomé el primer retorno y me dirigí a mi casa en la Guaira a una velocidad moderada de ciento sesenta kilómetros por hora. Antes de llegar me detuve a comerme una hamburguesita. Cual sería mi sorpresa, cuando al bajarme de la moto, noté que el mismo carro que me pidió paso en la autopista minutos antes, también se paró donde me encontraba. Me asusté un poco, más por la sorpresa que por otra cosa. Me hice el pendejo y pedí lo que me iba a comer y esperé. Del carro se bajó un carajo como de treinta años, delgado y con una pinta de sifrino que ni les cuento y no lo digo porque se haya bajado de un Ferrari Testarosa sino de la manera tan desenfadado como me abordó…

¡Paniiitaaa!  Tienes que decirme ¿Qué moto es esa?, ¿Qué cilindrada tiene? ¿Qué dice ahí? ¿Famosa? ¿Es la marca o qué…? Este velocímetro es en millas ¿Cierto? - negué con la cabeza sin dejar de mirar eel Ferrari - ¿No? ¿Cómo que no? Me estás jodiendo ¿Cierto? - Negué nuevamente. Guardó silencio un rato pero con la respiración aún muy exaltada - Mira panita disculpa, me llamo José Ángel, ¡Pana! ¿Sabes a cuánto ibas? Inmediatamente me le acerqué para que no gritara lo que probablemente llamaría mucho la atención, sin subestimar lo que ya había logrado llegando en un Testarosa con ese escándalo - ¿a más de ciento ochenta? – murmuré, y el carajo soltó una carcajada palmeándome el hombro celebrando la ocurrencia. Y murmurando también me dijo que iba a ciento sesenta y cinco millas por hora.

Me mostré interesado en el carro y de manera muy abierta me ofreció dar una vueltica conmigo al volante, titubeé unos segundos pero al final me negué, pues seguramente después querría dar una vueltica en mi moto y no podía permitir eso, ya estaba lo suficientemente interesadísimo por la altísima velocidad, que si tocaba el acelerador de manera indebida seguramente tendría un accidente por el poder de arrancada de la máquina y lo que más le llamaría la atención era la ausencia total de vibración. Mi negativa fue categórica, pero de igual manera agradecí la oferta. Debo comentarles que otra de las adecuaciones que se implantó en la moto fue la de una “colmena” que emulaba el ruido del escape de la moto, colocando en uno de los ejes del rotor principal unos engranajes que activaban un compresor que manaban el aire suficiente para el “ruido” del motor, pues al principio el sonido original del motor es muy parecido al de un taladro de odontólogo.

Viendo que no logró endulzarme con su nave, se dejó de pendejadas y me preguntó si no vendía la moto. Debo decir que la pelazón que imperaba en mi casa se estaba tornando insoportable, sin embargo los tres millones que me ofreció no quebrantó mi compromiso con los tres chiflados. En fin esta parte del cuento no es para decirles lo lastimosamente leal que fui, sino para que entiendan lo que pasó después y es que el tal José Ángel le gustaba participar en los piques ilegales en las mercedes que se hacían por esos días, en donde se apostaba el “centavo parejo”. Centavo, dinero, biyuyo, activos líquidos, comida, alquiler. Próxima parada, las Mercedes.

Hablé con Naborí y me dijo que tuviera cuidado, no porque podría evidenciar lo que hasta ese momento era un secreto, sino porque sabía la velocidad tope del motorcito en cuestión y un error a esa velocidad será como dice Rubén Blades… “pá la eternidá”

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Fui como seis veces a los piques con la nena sin competir hasta que volví a ver al sifrino José Ángel. Y éste al verme…- ¿Qué pasó paniiiitaaa? ¿Arrasando con la tarita? Me he perdido dos semanas de piques pero valió la pena, mira lo que me traje de Italia -. Desde que se acercó la nena y yo no hacíamos otra cosa que ver aquel vehículo digno de una película futurista, totalmente amarillo con un rayo negro a los costados. Era una Ducatti 900, una hermosa, liviana y muy potente máquina. – Dicen que logra las doscientas millas por hora, según este kilometraje -. Y le creí. Mi objetivo no era competir con él, el fin era engatusar a algún “bocón” y arrebatarle mucho dinero en una sola carrera. José Ángel brincó al escuchar mi plan y dijo, - tengo al tipo indicado, que si no es porque conozco la tarita sería yo el pendejo en caer, aunque… con este motor nuevo, tendríamos que ver.

Dejó la moto allí y se fue trotando al tumulto que se formaba en la zona de partida de los piques y desapareció por un rato. La nena en esos días se levantó a un tipo más viejo que yo y cada vez que llegábamos la niña se desaparecía y solamente aparecía cuando yo encendía la moto. Le dije que se portara bien pues si salía preñada me iban a “clavar” ese chamito. ¿Qué es...? – me dijo con cara de asco - deja el fastidio lo que hacemos es darnos los besos – me dijo medio molesta – Y… ¿no te mete mano? – le pregunté sin importarme mucho la respuesta pues lo que quería es que entendiera que las caricias que recibía del tipo no eran más que una flagrante metida de mano. Se quedó pensativa. Desde ese día no le habló más. Seguía siendo una carajita.

Al rato apareció el sifrino con un carajo igualito a él pero más joven. Mira lo que me compré “menor” ¿Rutilante? ¿Cierto? – le dijo enseñándole su moto dando pasos laterales siempre con su cuerpo frente a la nave y halando por la camisa al “menor” para que hiciera con él el recorrido y admirara a la fuerza su nueva adquisición, pero todo esto ignorándonos totalmente sin siquiera mirarnos.

Tiene buena pinta. Fue lo único que dijo. ¿Pinta? Que bolas tienes tú – dijo el sifrino “mayor” y continuó diciendo – crees que porque “envenenaste” tu máquina ¿te crees la gran vaina?, es más no voy ni siquiera a prender mi Duacatti… apuesto lo que tu quieras a que el “Famoso” de la Guaira te deja el pelero. – Quedé ponchado ante mi inesperada incorporación a la discusión de los hermanos que se estaba tornando muy seria, sin embargo atiné a sonreír de manera petulante, cosa que molestó más al “menor”. Me levanté y me fui a comprar una cerveza a pocos pasos de donde me encontraba. Inmediatamente el sifrino me alcanzó en la licorería y me preguntó que cuanto dinero traía encima, calculé que tenía como para tres cervezas más y le mentí diciéndole que como doscientos mil. Okey listo – dijo y se regresó con el “menor”, le seguí inmediatamente pues la vaina se estaba cuadrando como quería pero no quería que se me escapara de las manos. En fin la apuesta fue de quinientos mil, pues el sifrino mayor me “respaldaba” con los otros trescientos “que me faltaban”. Debo decir que estaba un poco asustado pero al culminar mi primer pique, supe que allí estaban los reales que tanto necesitaba. Esa madrugada regresé a mi casa con ochocientos mil bolos en el bolsillo.

Le conté a Naborí la vaina y aunque no necesitaba el dinero, le gustaba competir y en consecuencia pensó en un carro. Estuve de acuerdo con la idea y buscamos un carrito que sin muchas pretensiones contara con el espacio necesario para llevar la nueva tecnología y que fuera pesado. Opté por un Maverick sin motor.

Dejé a Naborí con todo lo que necesitaba para construir el motor en el garaje de mi casa y me fui a dar una vuelta por las principales calles de Caracas en donde sabía que había piques clandestinos. No quiero jactarme de ser muy cuidadoso en las cosas que hago pero como en la primera competencia en la universidad, fui muy diestro en el manejo y siempre lograba ganar por muy poco, lo cual dejando con falsas esperanzas a mis contendores, les alentaba a una nueva competencia doblando la apuesta. Antes de salir de Caracas ya tenía el dinero suficiente de comprarme una Van la cual acomodé de tal manera que transportaba en ella la caja A un generador de electricidad y unos acumuladores con la capacidad lo suficientemente grande para atender las necesidad del motor para los piques. En fin en tres meses logré “recolectar” diecinueve millones de bolívares. Al llegar a San Cristóbal decidí abandonar las competencias porque cuando me presenté en el punto donde se concentraban para los piques, muchos reconocieron la moto. No era prudente llamar la atención y bueno… ya había pasado. Al llegar a la Guaira desmantelé la moto y le entregué el motor a Naborí para que lo reutilizara en lo que quisiera y ¿a qué no se imaginan que hizo con el motorcito en cuestión? Pues les cuento que ya había terminado el Maverick y lo que hizo fue adaptar un disco más pequeño a la caja de velocidades, que al llegar ¡A SEXTA! el motorcito se encargaría de moverla ¡a sexta! que bolas tenía Naborí como que quería deshacerse de mí.

Lo que hicimos con el carro no tenía nombre, viajamos por todo el país, limpiamos a todos aquellos carajos quienes con sus super motores europeos, japoneses y americanos no se intimidaron ante la poco imponente estampa del Maverick. ¡Setenta y nueve millones de bolívares!. A los que más dinero le sacamos fue a unos hermanos chinos super petulantes, sifrinos, que vivían en un mundo que ellos dominaban, con una cuerda de jalabolas chupasangres que obtenían por sus adulancias, drogas y alcohol. En tres días le sacamos once millones de bolívares y un carro que luego tuvimos que vender casi regalado para quitarnos de encima ese anuncio con ruedas de ostentosa inmadurez.

La nena nos acompañaba esporádicamente y gozábamos una bola con todo ese asunto de humo, competencias, apuestas y amanecidas en interminables celebraciones. Corría el mes de septiembre del año noventa y nueve y la nena trabajaba en una compañía gringa en el área de producción y le iba bastante bien. Yo había perdido las ganas de seguir estudiando, sin Naborí no había emoción. Opté por vivir del dinero de los incautos que caían en la trampa de mis estridentes retos enfrente de sus amigos, los cuales no podían rechazar. Naborí tenía cuatro meses en Italia con el papeleo y las cuestiones inherentes a la patente del “Inductor”.

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¿Por qué en Italia? Se preguntarán, como en su momento me lo pregunté también. Bueno en Venezuela, jamás. En Estados Unidos, Naborí temía algún intento de plagio inmediato antes de obtener los fondos para la producción y comercialización, aludiendo que podrían tomar los planos y hacerles algunas modificaciones de formas y decir que son dos dispositivos diferentes, etc., en fin, Naborí desconfiaba de todo lo que fuera gringo. Y se decidió definitivamente por Italia, gracias a la sugerencia del viejo Antonio, que cuando le contamos y le mostramos todo lo concerniente al Inductor y las intenciones de Naborí para patentar el aparato, de hablar con Doménico Estelutto, el papá del “picolino”. Éste último, es un joven gordo, de cómo ciento cuarenta kilos de peso y un metro noventa y cinco centímetros de altura, quien hasta ese momento yo había pensado que era primo de Naborí.

El cuento del picolino, después que fue objeto, imagino yo, de muchas forzadas omisiones, me llegó como ahora les contaré. Rrrrresulta, que el tal Doménico, vecino de la infancia del viejo Antonio, tuvo ciertos problemas en Italia, los cuales se solucionaron de manera “desconocida”. Pero antes de ello, Doménico mandó su mujer preñada a Venezuela a casa de su amigo Antonio y Kel-Ani “la loca”, como le decía picolino por cariño. Por esos días las cosas estaban duras para los Sforza y sin embargo por ser una situación delicada le dieron la bienvenida a la señora Estelutto, temiendo que a Doménico lo mataran. Pues bien, la disputa en cuestión duró siete años. El italiano sobrevivió. Los Sforza se estaban abriendo camino a grandes pasos en los negocios y como es de entenderse, Doménico Estelutto le debía a los Sforza, un favor de proporciones bíblicas.

Doménico, contratista de todos los gobiernos que han pasado por Italia desde mediados de los sesenta, tenía incontables contactos con todos los entes gubernamentales de manera abierta con unos y bajo cuerda con otros. Contaba con varias empresas que manejaba él desde su automóvil, con tres teléfonos, una computadora y un chofer guardaespaldas africano. Decía que manejaba treinta y siete pequeñas empresas y ocho mil empleados. Para que tengan una idea de como “operaba” Doménico, antes de salir una licitación pública gubernamental el “Signiore” ya tenía una copia en su carro y dependiendo del proyecto, buscaba a las empresas quienes podrían ejecutarlo para que fuesen elaborando las ofertas. Estas, enviaban las propuestas al ente licitante ya “apadrinadas” por Doménico. Bueno lo demás lo desconozco, pero por cada “apadrinamiento” el Signiore cobraba un seis por ciento del monto licitado, cuatro para él y dos para el “contacto” gubernamental. Esto lo había hecho durante los últimos diecisiete años, hasta el día que el viejo Antonio le pidió el favor que recibiera a Naborí.

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Desconozco totalmente las gestiones que se realizaron en Italia, pero se por Naborí que Doménico dejó absolutamente todo lo que tenía en proceso para dedicarle tiempo a la patente del Inductor. Lo que diré a continuación no es más que el producto de una mente maltrecha, golpeada y desconfiada por las deslealtades normales de un mundo de necesidades y penurias. No sabía si Doménico ayudó a Naborí, por la enorme deuda moral que le tenía al viejo Antonio o si simplemente entendió la descomunal máquina generadora de dinero que le habían puesto en sus manos. Quiero inclinarme por la primera razón por otorgarle el beneficio de la dignidad a este italiano corrupto.

Definitivamente la cara de Naborí no corresponde con su proceder. Es decir, parece, pero no es pendejo. Resulta que para patentar cualquier cosa hay que entregar, planos, valores y fórmulas y si es posible dejar un aparato como prueba irrefutable de la autoría del invento. Pues bien, Naborí dejó casi todo lo anteriormente enumerado, salvo los valores reales y fórmulas reveladoras del “destensor magnético”, el cual como ya expliqué en su momento es el corazón del Inductor, este detallito impediría que si alguien substrajese los planos o el aparato en cuestión, no lo pudiesen copiar, pues si bien el Inductor dejado en la “sala” de patentables funciona perfectamente, sería muy difícil que lo plagiaran pues, como ya se explicó anteriormente, la onda generada por el destensor es un híbrido que solamente puede leerse con el “surfer” que resulta ser un aparato casi tan complicado como el Inductor. Feo pero no pendejo.

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Entre tanto, alquilé un estacionamiento privado para guardar el Máverick y decidí entregar la casa en la cual viví alquilado por muchos años, para desde ese momento vivir y recorrer mi país en la Van. Decisión afortunada como verán más adelante. Cuando escaseara el dinero iría a buscar el carro, pero aún tenía un realero guardado en el banco, en el Máverick y en la Van.

La nena se fue conmigo en carnavales y en Semana Zángana (Santa para los devotos) para Puerto La Cruz, y al llegar Naborí de Italia en diciembre, nos fuimos a los cayos en Morrocoy. La nena ya se había convertido en una mujer muy hermosa, además de inteligente, emprendedora, jodedora y dulce. Dulce que se convertía en Ron para Naborí, quien se embriaga con su presencia.

Naborí enamorado de la nena. Me percaté de ello en los cayos. El carajo tenía esa actitud de quien no quiere la cosa pero que el brillo de sus ojos al mirarla, delataban como un faro antiaéreo su interior cautivado. Me preocupó la respuesta de la nena ante ese ataque “subliminal”, según creía Naborí, pues era nula, es decir, no entendía si lo aceptaba o lo rechazaba. Y no es que la caraja no se diera cuenta, pues era demasiado evidente. Me estoy enredando mucho en esta parte, y me disculpo pues no soy escritor y aunque la relevancia de los eventos así lo ameritaron, no pude contactar a ningún escritor o periodista que me inspirara confianza para que me ayudara. A decir verdad, era arriesgado involucrar a alguien más en este “peo”.

Como decía, me preocupaba la reacción de la nena. Lo nuestro había resultado bien, puesto que desde un principio nuestra relación era puramente “profesional”, recuerden que inclusive estuve empatado con la nena por razones estratégicas. Lo que me preocupa es que si la nena no le va a parar bolas a Naborí, preferiría que puntualizara la vaina desde ahora para evitarle una decepción sentimental muy profunda. Claro, si por casualidad le gusta Naborí… no se… me da un poquito de celos.

La vaina era seria pues como bien sé, el carajo nunca ha tenido novia, siempre ha estado ocupado y ahora que ya ha terminado de cristalizar su sueño, me imagino que empezará a tomarse tiempo para su vida sentimental. Si a eso le sumamos la vehemencia con la cual enfrenta sus retos, la nena recibirá a partir de ahora, uno de los ataques más despiadados en lo que a “cortejo” se refiere.

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La noticia corrió como pólvora, veintitrés compañías trasnacionales europeas y tres asiáticas querían producir el Inductor y solamente una norteamericana quería los derechos de la patente. Extraño ¿No?  Si bien es cierto que las europeas necesitaban el dispositivo ante la ineludible dependencia del petróleo,  ¿Por qué solamente una norteamericana?

El asunto del Inductor, según supe luego, se había tratado en el senado norteamericano a puertas cerradas a finales del año noventa y nueve. Seguidamente, comisionados especiales, trataron el “problema” con las grandes empresas norteamericanas que se verían afectadas por el Inductor y se estableció que la compra del Inductor para los estados unidos era un asunto de seguridad nacional. Todas las compañías entrevistadas por los comisionados especiales aceptaron mantenerse al margen de la negociación, pero dieron una cuota de dinero a fin de generar una oferta lo suficientemente apetecible para adquirir los derechos de la patente. En fin querían la patente para engavetarla y echarla al olvido. ¿Por qué? Bueno, veinticuatro millones de empleos directos y otros cuarenta y nueve millones más indirectos, se verían afectados por el inminente cambio de tecnología. Evidentemente era un asunto de seguridad nacional.

Nuestra estadía en los cayos estaba suavizada porque teníamos una pequeña caja B, que nos proveía de toda la corriente que necesitábamos para todo ese perolero eléctrico que llevamos, congelador, microondas, aire acondicionado, sábanas térmicas, hasta un calentador de agua para bañarnos, contábamos además con un purificador de agua salada que trajo Naborí en una pasadita que hizo por Francia. Teníamos comida lista congelada para dos meses, toda el agua que pudiésemos purificar del mar, televisor, DirecTV, Play Station, VHS, decenas de películas, un celular normal y uno satelital que le había regalado Doménico a Naborí. Nuestra imprescindible caja A, se encontraba en una cabañita que alquilamos cerca del embarcadero que transportan a los visitantes para los cayos.

A todas estas y como muestra de los locos que éramos en ese momento, decidimos pasar el resto de diciembre y esperar el año nuevo en unos de los cayos del parque nacional Morrocoy en el estado Falcón. Entretanto en Caracas, pasaron mil cosas. Primero, una docena de personas, pertenecientes a una docena de países, llegaron a Venezuela para hablar con Naborí de manera formal. Simultáneamente cientos de personas de todo el mundo también querían hablar con él, pero con intenciones claras y cordialidad dudosa.

De pronto, en una noche de diciembre en pleno torrencial aguacero que ya duraba tres días corridos, nuestra vital caja B, se apaga reportando que su gemela A, tenía “ubicación desconocida” lo que significaba que nos habíamos movido muy rápido o muy lejos o que simplemente, la caja A no estaba recibiendo energía eléctrica, que en definitiva fue lo que pasó.

Jamás había estado cubierto por una noche tan oscura y lluviosa en los cayos, sin luna ni estrellas, pues las nubes acechaban a muy baja altura. La islita estaba casi desierta pues muy pocas personas deciden pasar navidad y año nuevo en ese lugar. Por contar con nuestra propia fuente de electricidad, carecíamos de cualquier linterna a baterías y mucho menos a kerosén. La nena y yo abandonamos nuestras respectivas carpas individuales y nos fuimos a refugiar a la de Naborí que era la más grande y en donde estaban todos nuestros aparatos y comida. Corría la madrugada del dieciséis de diciembre de mil novecientos noventa y nueve. Afuera se escuchaba cualquier cantidad de ruidos extraños producto del torrencial aguacero. Cocos que caían, palmas de cocos que al caer hacían un ruido parecido a varias personas corriendo y cayendo todas estrepitosamente para luego continuar con el ruido de la lluvia, yo estaba bromeando con la vaina de las Brujas de Blair, Naborí contenía la risa pues sabía que si pudiésemos ver la cara de la nena la veríamos totalmente asustada. A las cuatro menos quince a.m. sonó para sobresalto de todos el celular de la nena en su carpa, ésta mentó la madre por no haberlo traído, pues ya estaba casi seca de la empapada que nos habíamos echado en el pequeño trayecto desde nuestra carpa a la de Naborí, no perdió el tiempo pidiendo que algún caballero fuera a buscárselo pues porque justamente pasaría eso, perdería el tiempo.

La nena duró unos diez minutos en su carpa antes de regresar totalmente empapada pero entró sin apuro y sin quejarse. No sabíamos que cara traía y se sentó murmurando una mentada de madre que sabíamos que no tenía nada que ver con lo empapada que estaba, ni con la falta de luz ni nada de eso. Era algo que le habían dicho por teléfono. Naborí muy preocupado le preguntó que ¿qué pasó wona?. A lo que la nena se sobresaltó como acordándose de algo y le pidió el satelital para hacer una llamada, tardó unos segundos en encontrarlo, se lo alcanzó por tanteo a la nena, al pulsar la primera tecla se encendió la pantalla del celular y entonces pudimos verle la cara, ¡estaba llorando!. Me asusté, no pude verle la cara a Naborí pues la luz de la pantallita no era suficiente para llegar hasta nosotros pero se que se asustó también. Inconscientemente sin ponernos de acuerdo permanecimos callados sin presionar la situación y además ya estaba esperando respuesta del número que había marcado.

- Hola chama, es la nena ¿qué paso? -…- ¿en dónde? -…-  mierda, y ¿mi mamá? -…- mierda, menos mal, y ¿qué vas a hacer? ¿Por qué no vas a la casa con ellos? -…- ¿Si chama? no sabes nada de Benjamín -…- ¿A votar? -…- ¿Pero te llamó? -…- ¿A pie? No te creo -…- Si aquí estamos los tres, asustados, mojados y sin luz -…- ¿el viejo Antonio? Y ¿para qué? -…- ahhh, y ¿en la televisión no dicen nada? -…- ahh pero -…- ok. Si, no se, creo que lo tenía apagado pero llámame mejor a este pues le dura más la pila -…- Tranquila mañana arrancamos de aquí -…- Vete para la casa mejor -…- llámalos ahorita diles que estoy bien y que voy para allá mañana -…- Cualquier vaina me llamas, y ¡coño chama! llama a laurita que ella vive en los Corales -…- dale pues chao, tranquiliza a mamá dile que la veo mañana.

Estando ya más tranquila, aspiró profundamente para terminar de tranquilizarse, ordenar sus ideas y comenzar a decirnos que este torrencial aguacero era a escala nacional, que muchos estados habían reportado inundaciones, que el litoral central había sido muy afectado, que se sabía muy poco y que habría que esperar a que amaneciera para evaluar realmente los daños, que el viejo Antonio había llamado a Naborí varias veces todos los días en la última semana y bueno… que no se sabe mucho pero la vaina está fea.

Naborí iba a decir algo cuando repicó el satelital, nuevamente se encendió la pantalla y en esta oportunidad fue la cara incrédula de él la que se iluminó.

- ¿Si? -…- >atorado en una isla sin luz ni manera de regresar por ahora -…- ¿Italianos o qué? -…- Ahh, mira no les digas nada ni le des el -…- esta bien, pero no le digas más nada, ni le des mi número, ¿capicci?, esto va a ser así, ya lo habíamos conversado -…- ahora agarra unos reales, no hagas llamadas telefónicas desde la casa ni desde tu celular -…- por si acaso, has lo que te digo, escucha, agarra unos reales, agarra a mamá, vas a casa de mi tío, hablas con él directamente -…- coño escucha, hablas con él y le dices que te vas un par de semanas -…- coño déjame terminar, acuérdate que esto ya lo hablamos, sabes mejor que yo de la trascendencia del proyecto y ya Doménico te lo había dicho mejor que yo -…- de acuerdo -…- ok -…- ok -…- umjuh -…- no sé, tengo real encima pero, ¿qué saabes tú del problema de la torrencial lluvia …? -…- ¿piccolino?  y ¿qué te dijo? -…- Dios -…- santo cielo -…-  con razón -…- no, nada, nada. Mira, mañana si la lluvia te lo permite te vas al aeropuerto, cojes para Puerto Rico, y allá te montas en cualquier crucero como ya habíamos conversado y disfruta  de unas merecidas… -…- pero bueno ¿ya esto no lo habíamos hablado? -…- no es momento de ponerse terco, piénsalo -…- está bien, ¿mamá está cerca? -…- llámala pues que quiero saludarla -…- ciao pues y haga caso -…- ¿mamá? Mira habla en japonés. Acuérdate de lo que hablamos, agarra al viejo y te lo llevas a Puerto Rico y lo montas en un crucero -…- si, yo le dije que dos semanas, pero te haces la loca y compra ticket para dos meses y si consigues uno trasatlántico, mejor -…- dile que deje el fastidio, que quiero practicar mi japonés -…- bueno mala suerte, recuerda comprar el crucero con tu apellido de soltera y a él lo pones como tu acompañante senil y mudo. -…- claro vale, aprovecha y así me sentiré más tranquilo, el asunto es serio mamá. -…- no te preocupes por mí, guerra avisada no mata a soldado y… -…- es un decir mamá -…- ok, confío en ti para sacar al viejo mañana o a más tardar pasado de Venezuela -…- si anótalo -…- bueno si no… se lo pides a Doménico -…- o mira, debe estar en la pantallita del teléfono porque el viejo me llamó -…- ok. Pásame a papá, cuídate y confío en ti -…- nada chico, estaba practicando el… -…- como sea pues, hazme el favor de anotarle a mamá en su “cuerito” el número de este teléfono, completo -…- bueno porque ella debería tenerlo ¿no crees? -…- no se cuando. Pásala bien y te llamo en un “par de semanas” -…- ciao.

El “cuerito” es ciertamente un trocito de cuero en donde Kel-Ani “tatuaba” cualquier cosa que fuera importante y que necesitara recordar en cualquier momento, cosas como por ejemplo, lugar y fecha de nacimiento, número de pasaporte, número de visa, algunos teléfonos, etc. Dicho cuerito data desde que salió de su natal Japón cuando su padre le tatuó en él, la provincia y la fecha de su nacimiento. Si bien es cierto de lo prosaico que parece ser dicha celda de memoria, resulta que esta resiste agua, calor, rayos X y casi cualquier cosa a diferencia de una libretita de notas, una agenda telefónica electrónica o un disco duro. No necesita recargarse y siempre lo lleva consigo como un adorno en su muñeca izquierda.

Muchas cosas estaban pasando, miles como dije anteriormente y la lluvia continuaba. Me tocó a mi el satelital y llamé a mi madre, estaba bien al igual que mis hermanas y sobrinos, y fue poco lo que pudo decirme de la lluvia. Me despedí pidiendo la bendición y al recibirla, devolví el satelital, me quité la ropa, quedándome solamente en el traje de baño que tenía siempre puesto, busqué y encontré una de mis botellas de ron y salí a la orilla de la playa a asimilar lo que estaba pasando.

Minutos después se me unió el par restante, forrados en sendos impermeables, preocupados por todo lo que estaba pasando y por mi extraña actitud. Los tranquilicé diciéndoles que me aburría estar adentro sin poder dormir y que… bueno… me dieron ganas de embriagarme a ver si podía dormir a pesar que faltaban menos de dos horas para amanecer.

Conté solamente tres lámparas opacas e insuficientes para ir más allá de cinco metros, eran las únicas estrellas que se podían ver desde la orilla de uno de los cayos de Morrocoy. Los muchachos temían que enfermara por el frío intenso que azotaba nuestros cuerpos, pero por viejas vivencias sabía, que nada me sucedería gracias a las desconocidas cualidades protectoras del ron.

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Todas las mañanas al salir el sol, usualmente llegaba uno que otro lanchero vendiendo, hielo, agua, jugos y pan, gritando, para despertar a los casi siempre “enratonados” veraneantes de esos cayos. Pero ese dieciséis de diciembre quince personas, según pude contar, nos encontrábamos despiertos antes del amanecer, apostados en esa suerte de maderos y pilotes que finge ser un embarcadero. Todos viendo directo a tierra firme, a ver si se acercaba alguna embarcación. Pero llovía, lo que limitaba bastante la visión. Aún me encontraba en traje de baño empapado y con parte de mi segunda botella de ron ya consumida. Pero estaba bien, sobrio y “calientico”. Nos reunimos en la carpa para evaluar los escenarios posibles de persistir esta situación, e hicimos un inventario. En la cava quedaban alrededor de ciento veinte comidas varias congeladas, calculamos que abriendo la cava dos veces por día a la mañana del tercer día a partir de hoy lo que quedara en la cava se descompondría. La máquina desalinizadora trabajó las veinticuatro horas, pues nosotros nos bañábamos con esa agua, y la máquina esa logra un litro por hora y gracias a que en el día anterior por el mal tiempo y la lluvia no nos bañamos en la playa, trajo como consecuencia que casi no usáramos los bidones de agua que trajimos, contando con sesenta litros aproximadamente. En resumidas cuentas, en los próximos tres días no tendríamos problemas con ella.

Decidimos reunirnos con el resto de los náufragos de la isla para compartir inquietudes y recursos, a todos les escaseaba el agua. Su comida, escasa también, no durarían hasta la noche sin el hielo que siempre compran en la mañana, pero tenían luz y cocinas para calentar sus alimentos. Decidimos, por razones obvias, compartir nuestras raciones.

Realmente no estábamos preocupados, si al segundo día no se veía solución aparente, llamaríamos por el satelital a algún amigo de Naborí y vendrían a buscarnos en lancha.

Al mediodía de ese mismo día, nos sentamos las veintidós personas que a la postre habían en el cayo a almorzar en torno a un radio de transistores, escuchando las noticias inherentes al desastre natural más grande que había sufrido Venezuela en los últimos cincuenta años. Estimaron la pérdida de vidas humanas en cincuenta mil, los damnificados en doscientos cincuenta mil e incalculables pérdidas materiales.

El resto de los vecinos del cayo, estaban preocupados pues las baterías de sus celulares estaban agotadas y no tenían manera de saber de los suyos, decidimos ofrecer el celular de la nena y mantener en secreto el satelital. Sugerimos a todos que anotaran el número de sus casas o familiares para que en usa sola llamada, dar toda la información necesaria al exterior a alguien que se encargue de llamar a los números que le suministraríamos. Recogida la lista de nombres y números telefónicos se intentó llamar desde dicho celular, pero el sistema estaba colapsado ya que en algunos estados esa era la única manera de comunicarse. Naborí inventó algo referente a una antena más potente que tenía en su carpa y se llevó la lista y el teléfono. En fin, logró llamar desde el satelital a uno de los números de la lista dándole el resto de la información para que se encargara de llamar a las demás familias.

Menos mal que entre las personas que se encontraban en la isla, no habían, ni quisquillosos ni curiosos ya que de haber visto dentro de la carpa la cantidad de vainas eléctricas que teníamos, tendrían que preguntarse en donde la enchufábamos. Y sin ir muy lejos, toda esa comida congelada que almorzamos hace rato, era evidente que era para microondas. Tal vez lo que nos ayudó un poco fue el momento que estaban pasando y las preocupaciones que tenían en mente.

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Los lancheros llegaron la mañana del día siguiente, con bomberos y paramédicos que iban recorriendo todos los cayos tranquilizando a los vacacionistas, repartiendo agua, barras de chocolate y brindando asistencia médica a aquellos quienes los necesitasen. Algunos se iban dejando carpas, parrilleras, lámparas y ropa, ya que el tránsito regular de lancheros, se restablecería al día siguiente y algunos suplicaron que los llevaran pues no aguantarían otro día, ni mucho menos otra noche lluviosa en ese cayo. Mientras los bomberos hablaban y atendían a las personas, sostuve una “convincente” conversación con el lanchero y logré que poco antes de las cinco de la tarde dos lanchas nos fueran a buscar, una para nosotros y otra para el resto de los veraneantes.

Logramos que el lanchero nos dejara en la playa justo al frente de la chocita que habíamos alquilado para guardar la Van y conectar nuestra caja A. Esta se encontraba en perfecto estado, dejó de mandar pues el sistema eléctrico se había caído. Esa era otra de las ventajas del Inductor en casos de emergencias como éste, se utilizaría cualquier caja A del país y el servicio eléctrico no se vería afectado, con lo imprescindible que se hace justamente en estos casos.

Recogimos y nos fuimos para Caracas, la radio de la Van ofrecía información confusa de cifras y lugares, dos emisoras no decían lo mismo, era ciertamente un caos nacional. Antes de llegar a Caracas llamamos al picolino para saber como estaban las cosas, comentó alarmado que unos gringos le habían casi interrogado por el paradero de Naborí y que uno de ellos estaba frente a su casa y en cada una de las tascas y locales comerciales de la familia Sforza. También dijo que sus padres se fueron antes que llegaran los gringos, al aeropuerto de Valencia, pues el de Maiquetía estaba cerrado y al final “la loca” no le dijo a donde iban a viajar. Perfecto, pensó Naborí.

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Acordamos que sería imprudente que Naborí regresara a su casa y después de haber visto innumerables películas, sugerí que no usara su tarjeta de crédito ni que viajara en avión. A éste no le pareció ni remotamente descabellada la sugerencia, pues sabía, que poderosísimos intereses serían afectados por el Inductor. Llevé a la nena a su casa, aconsejándole que estuviese muy pendiente de su entorno hogareño o laboral, por si acaso. No era conveniente bajar a mi Guaira, porque estaba muy aporreada por la tragedia, además de la situación de inseguridad e insalubridad que reinaba en la zona. Decidimos refugiarnos en nuestra U.S.B., pero desistimos cuando al llegar, encontramos a la universidad abarrotada de soldados quienes estaban organizando una serie de actividades para solventar la pérdida total del núcleo que tenía la universidad en La Guaira.

La Van, siempre cómoda, nos sirvió la primera semana de posada mientras esperábamos la llamada de Doménico de Italia, quien se estaba encargando de organizar la licitación-subasta más grande, en términos de dinero, de toda la historia del planeta. Todas aquellas empresas que siempre están pendientes por Internet cuando surgen ese tipo de innovaciones, llamaron al ente gubernamental en donde reposaba la patente para pedir información referente al dispositivo, lo único que obtenían como respuesta era un número telefónico y el nombre de Doménico Estelutto.

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Muy triste aún por lo acontecido en mi pueblo, le sugerí a Naborí que nos dirigiéramos al sur del país ya que por esa zona, habría más posibilidades de pasar inadvertidos. Mostrando total acuerdo a la idea tomamos rumbo al lugar en donde guardaba el Maverick y saqué cuatro paquetes contentivos, cada uno de ellos, de dos millones de bolívares. Estos los tenía escondido en una bolsa plástica muy engrasada en su parte externa debajo del caucho de repuesto en la maleta del automóvil.

Naborí decidió buscar dinero también y fuimos a un banco de Caracas muy cerca de su casa. No era una imprudencia ni nada por el estilo, si ellos tenían la posibilidad de hacerle un seguimiento a un retiro bancario era conveniente que pensaran que estábamos aún en Caracas y no en dirección al sur.

Con suficiente dinero en el bolsillo, compré una botella de ron, la respectiva bolsita de hielo, agua, unos refrescos para Naborí, un mapa nacional vial y emprendimos el viaje a nuestro incierto destino.

Necesitábamos pasar siempre por ciudades de mediano o gran tamaño, para poder encontrar centros de Internet a fin de mantener comunicación sin riesgo con nuestros familiares. Naborí había acordado prender el satelital de tres de la mañana a tres treinta hora de Venezuela, a fin de permitirle a Doménico hablar directamente con éste, en caso de necesitarlo.

Pero si creen que el revuelo internacional nos preocupaba, el día seis de enero del dos mil, recibí un email  de una ex novia que tuve a mediados de los noventa, en él, decía que mi mamá le había contactado para que me localizara y me dijera que me comunicara con el “mantecoso”.

El mensaje me llamó muchísimo la atención, pues no conocía a nadie que le dijeran así. Sin embargo una vez a mi fue a quien llamaron así por tres largos días y éste fue un comisario de la policía política venezolana (D.I.S.I.P.), quien me arrestó cuando tenía diecisiete años por una vaina que es otra historia, pero que luego de eso, mantuvimos el contacto, pues varios años después debí localizarle para tratar de eliminar ese expediente negativo de los archivos de la Policía Técnica Judicial (P.T.J.), lo que pasó, como ya dije, es otra historia. Afortunadamente aún conservaba el número de su casa y le llamé.

- Épale mantecoso, ¿cómo está la cosa? – me preguntó con un timbre neutro, casi como quien no quiere la cosa.

- Aquí comisario, ¿qué es de su vida? – pregunté por cortesía, pero mi impaciencia me mataba.

- No, no, nada de eso, ya no soy comisario. Me retiré en el noventa y siete, pero todo bien y tranquilo… hasta este lunes.

- Y ¿qué pasó el lunes mi comisario? - era jueves y me preocupaba estos tres días de lo que “no se que pasaba”.

- ¿Crees que puedas estar en la “posada” mañana? – preguntó de manera imperativa esta vez.

- Estoy un poco lejos, seguramente en la noche estaré allí, ¿si se puede?

- Estaré allí desde las dos de la tarde, trata de llegar más temprano. – y colgó.

Estaba como a cuatrocientos kilómetros de la Guaira, lugar según si mal no entendí, estaba la “posada”. Así llamaban a la jefatura de policía donde detenían a los sospechosos preventivamente en Macuto. Le conté a Naborí la conversación con el comisario, manifestándole mi preocupación ante tan inesperada llamada. Como no sabía de qué se trataba el asunto, decidimos que Naborí debía quedarse en el campamento, cargué gasolina y arranqué para macuto.

Dos calles antes de llegar a la jefatura el comisario detuvo la Van y se montó. Acto seguido, me ordenó dar la vuelta en “u” y regresar por donde venía.

- Estás gordo y viejo “mantecoso”, casi no te reconocí. Si no es por la “seña” de la camioneta, no te hubiese visto. Sal por aquí, vamos para Caracas. – obedecí, sin preguntar.

Muy nervióso y sin dejar de ver el espejo retrovisor de su lado, me preguntó que en que problema me había metido, pues mi nombre y el de otro carajo tenían prioridad de captura inmediata en la D.I.S.I.P., sin esperar respuesta me preguntó si tenía otro carro, pues éste estaba reportado y era fácil detectarlo de lejos. Recordé el Máverick y enfilé hacia donde se encontraba. Entendí como había reconocido la camioneta pues yo no le había dado ninguna “seña”.

Para resumir esta parte del cuento, resulta que al comisario lo contactan buscándome, basados en el expediente de hace dieciséis años en donde él fue el oficial encargado de interrogarme y de mi reclusión, entonces suministró, aunque a medias, la información solicitada, dirección, teléfonos, etc, pero el asunto llamó poderosamente la atención del comisario pues tenía mucho tiempo que no veía una investigación tan rigurosa hasta tal punto de ir a un expediente de hace tantos años. Cambiamos el vehículo. Lamenté perder las comodidades que ofrecía la Van, pero una de las conveniencias de llevar el Máverick, era que aún no había hecho del traspaso del vehículo a mi nombre ante las autoridades de Transporte y Comunicaciones. Encendí una potente caja A, que me serviría para andar por toda Caracas y unos doscientos kilómetros más, monté una segunda caja A en la maleta del carro por si acaso y partimos

Aún desconocía por qué me buscaba la D.I.S.I.P. El comisario guardó silencio al entrar en la autopista Caracas-Valencia y me miró como esperando respuestas. Yo en cambio le tenía preguntas y por supuesto una de ellas era el nombre del otro carajo que buscaban conmigo. Instintivamente el comisario sacó del bolsillo de su camisa, sus anteojos y un papelito que desdobló leyendo Nabori Esfuerzo o algo por el estilo.

D.I.S.I.P., Naborí, el comisario y yo. ¿Qué vaina es esta? ¿Qué tiene que ver la policía política con este problema?, Preocupante el asunto pues, esta policía era la guardia pretoriana del Presidente de la República. Me detuve en la encrucijada, a pocos kilómetros de la ciudad de Maracay y le dejé un mensaje en la contestadota del satelital a Naborí para alertarlo de la D.I.S.I.P. y para que no saliese del campamento por nada del mundo.

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No sabía si debía confiar en el comisario a pesar de todas las molestias que se tomó para alertarme del asunto, pero como ya me estaba volviendo paranoico y ahora que entraba en escena el peligrosísimo presidente, más cuidadoso debía ponerme. Aparentemente el comisario y yo habíamos confraternizado de alguna manera en esos tres días de reclusión, creo que él siempre estuvo seguro de mi inocencia y en consecuencia no fue muy duro en el interrogatorio aquel. Años después, volví a tener contacto con él, pues estaba buscando la manera de eliminar ese expediente que aún reposaba en la P.T.J., y me ayudó en lo que tuvo a su alcance. Confiando en mi instinto, me detuve e invitándole a bajar del carro le mostré el motor del mismo. A primera vista el motorcito no decía mucho, sin embargo antes de cerrar el capó le dije que el motor era eléctrico y que no usaba baterías.

Aún sin mostrar ningún tipo de sorpresa o interés, lo invité nuevamente a subir indicándole que se abrochara el cinturón de seguridad. La suspensión del vehículo trabajaba a la perfección lo que impedía un poco sentir la velocidad endemoniada que llevábamos, el comisario estiró como pudo su cabeza a mi lado para ver el velocímetro que hace rato estaba trabado con el palito de los doscientos kilómetros por hora.

- Mierrrrdaaa, el carro nuclear. – Bromeó. Creo. – Frena carajito, frena, ya entendí. Bueno no entiendo cómo, pero creo que si esto no usa gasolina y corre tanto… no se no entiendo nada.

Aminoré la marcha a velocidad Máverick normal, definitivamente el comisario no había sido enviado a capturarme. Le expliqué que significaba el Inductor y para que sirve, el carajo quien aparentemente hasta ese momento me pareció un comisario normal y ordinario, mostró un excelente raciocinio al evaluar el alcance del invento en cuestión.

- Mierrrrdaaa, déjame en el terminal y desaparece de mi vista, no te he visto, gracias por el aventón. – Si no es porque el cinturón se trabó, el comisario se hubiese lanzado del carro en movimiento. Mientras trataba de zafarse, le agradecí enormemente las molestias que se había tomado y con lo que ahora sabía, del riesgo que había tomado al alertarme del asunto. Detuve el vehículo en un lugar poco transitado para ayudarle con el cinturón. Ya un poco más calmado y fuera del vehículo, me comentó que conocía a un PTJ que podría arreglarme el asunto del expediente, pero era un usurero. Interesándome en el asunto le pregunté que cuanto costaría eso y me dijo que como un millón, más o menos, busqué bajo el tablero un paquete con dos millones que tenía allí y se lo entregué, pidiéndole que cuando pudiera me hiciera ese favorcito y que en el paquetico había algo más por si acaso.

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Dejé el Máverick en el estacionamiento de la casa de una vieja amiga de mamá cuando la telemetría de la caja B, me estaba alertando de la lejanía de su gemela, y tomé dos autobuses y un taxi hasta el campamento para reunirme con Naborí. Debíamos llamar al picolino, él tenía amigos en la PTJ y en la D.I.S.I.P., que tal vez podrían darle alguna información, pero no podríamos hacerlo desde el satelital, porque pudiesen rastrear la señal, debíamos alejarnos lo más posible del campamento y llamarlo desde un teléfono público o mejor aún desde un celular prestado. En fin, eso lo resolveríamos al día siguiente, pues me encontraba muy cansado por el largo viaje.

Naborí me despertó antes del amanecer con cara de preocupado, le acababa de llamar Doménico. Me sobresalté y mentando la madre le pregunté si había pasado algo con la “licitación”, negó con la cabeza mirando al piso, dijo que picolino llamó al viejo y le dijo que estaba preso y nos estaban buscando, que ni de vaina se nos ocurriera salir del país desde ningún aeropuerto pues hasta la Guardia Nacional tenían instrucciones de capturarnos.

¿Qué estaba pasando? ¿Qué interés tendrían en nosotros?, Obviamente todo esto era producto del Inductor, pero que se traía el demente del presidente para con nosotros. ¿Qué cochinada querría hacer con el Inductor? Porque seguramente no era para usarlo en beneficio del país sino para joder a alguien o a algún otro país. Tenemos que ir a la Universidad, dijo Naborí. Sorprendiéndome ante tamaña estupidez del “genio” le recordé que si nos buscaban a los dos, es porque sabían donde estudiamos y todo lo demás, de tal manera que no era prudente ni acercarse.

- ¡Coño won! Hay que llamar a la nena. – Dijo sobresaltándose.

- ¿Para qué? ella tampoco puede… Mierda, seguramente la van a relacionar con nosotros también. Llámala ahora que aún no debe haber salido de su casa. – me levanté y quedé de pie por los nervios.

Por suerte la nena aún se encontraba en casa y por alguna extraña razón no la habían relacionado con nosotros, pero sabíamos que era cuestión de horas para que eso sucediese. Le sugerimos que tomara un vuelo para puerto Ordaz y que viera como coño llegara a San Fernando de Atabapo a ochocientos kilómetros al sur de Caracas, sin embargo le sugerimos que revisara su correo por si acaso, antes de partir. Efectivamente luego le mandamos un Email, y en él le habíamos mostrado la extrañeza que no la involucraran con nosotros y en consecuencia habíamos cambiado el plan. Le pedimos que cambiase el vuelo a Trinidad y Tobago y que nos llamase al satelital cuando arribara a Puerto España.

Nosotros decidimos salir del país por la península de Paraguaná hacia Aruba en un peñero que nos llevó en menos de una hora violando una decena de regulaciones marítimas internacionales. De allí volamos a Fort de France en Martinica y alquilamos unas bicicletas y recorrimos los cuarenta y tantos kilómetros que nos separaba de Pointe du Diamant, al sur de la isla para esperar la llamada de la nena.

Pero nunca llamó. Revisamos con la BWA la lista de pasajeros ingresados a Trinidad con esa aerolínea, y nada. Decidimos llamar a su celular y salió la contestadora en tres oportunidades diferentes con intervalos de dos horas entre cada llamada. ¡Debemos regresar a Venezuela!, sentenció Naborí.

Había que evaluar profundamente esa decisión. Nos había costado bastante salir del país con casi todos los organismos de seguridad del estado tras nuestro, para luego regresar sin saber nada de la nena. No quiero que crean (o que se den cuenta) que soy un cobarde o un amigo desleal, pero coño… no contestaban en su casa, ni su celular y tenía dos días que no iba a trabajar. ¿Por donde comenzaríamos la búsqueda? y con ¿la ayuda de quien?, a quién involucraríamos en este peo para que nos ayudase. Naborí muy molesto conmigo, salió al porchecito de la cabañita que habíamos alquilado en Pointe du Diamant. Permaneció cabizbajo por un largo rato, pensando. Desde adentro sentado en una banqueta veía la silueta de la espalda de Naborí en la puerta contrastando con el fondo anaranjado de un muy agitado atardecer caribeño.

Le preocupaba la nena, fuimos hasta Trinidad y Tobago y de allí nos volvimos a montar en un botecito para regresar a Venezuela vía Cumaca en el golfo de Paria a sesenta kilómetros de Puerto España, en dos días recorrimos los seiscientos kilómetros que nos separaban de Caracas. Fuimos a la casa del sifrino “mayor”, le medio contamos el peo sin entrar en muchos detalles y nos permitió llamar desde su celular a todos los que pudimos y todos nos dijeron que nos estaban buscando y de la nena, nada. Por carambolas decidí revisar mis emails y allí, la nena, nos contaba que supo que la siguieron hasta el aeropuerto e inclusive sabían que se dirigía a Puerto España y en consecuencia decidió quedarse para no delatar nuestro paradero. Era conveniente no responderle el email a la nena. No sabíamos la capacidad del gobierno Venezolano de rastrear e intervenir una cuenta de correo electrónico en Internet a lo que le llamamos a su celular y le grabamos un mensaje que rezaba, “mensaje recibido”.

Debíamos salir nuevamente del país, pero Naborí fastidiado de la incomodidad, rentó una avioneta privada y nos llevó nuevamente al Golfo de Paria para lo que debía ser el viaje de regreso a Trinidad y Tobago. Después de una corta negociación con el “chalanero” y preparándonos para lo que sería un arriesgado e incómodo viaje a Orange Valley, veinte kilómetros al sur de Puerto España, Naborí se bajó de un salto de la embarcación alejándose de ella, casi haciéndola zozobrar. Me disculpé como pude del “capitán” dándole algo de dinero para que dejara de gritar y maldecirnos. Corrí tras Naborí con todo nuestros peroles que el airado chalanero lanzó a tierra firme, escupiendo con cada esfuerzo una grosería más obscena que la otra. Logré asirlo por la correa de su pantalón, justo antes de perder todas mis fuerzas y caer agotado. Con la adrenalina aún sustituyendo su sangre, logró arrastrarme unos cuatro pasos más, hasta que, gracias a Dios, se detuvo.

¡Estoy arrecho won! – me dijo - No se qué está pasando y estoy preocupado por la nena, debí haber pensado que la relacionarían conmigo más temprano que tarde. – y reprochándome repentinamente - ¿y tú? ¿No sabías que podían relacionarla con nosotros? – y se dejó caer sobre el pocote de morrales dispersos a mi alrededor.

Se dejó de tonterías y empezó a llamar a diestra y siniestra por ese satelital a todo aquel que nos pudiera ayudar o que supiese algo de la nena. Comenzaba la noche y decidimos dormir dentro de cualquier bote atracado en el embarcadero, la paranoia se había apoderado de nosotros con justificada razón.

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Llegamos a Caracas a la noche siguiente, sucios malolientes, con la barba de una semana y sin los morrales, pues nos lo habían robado mientras dormíamos en el embarcadero. Afortunadamente nuestro dinero y documentos lo llevábamos cada uno en nuestros “koalas” bajo las franelas. Fuimos a un pequeño local de mala muerte con cuatro computadoras para revisar nuestros correos. Ciento veintiséis correos tenía yo y Naborí, el doble. Las vainas parecían puros correos de publicidad pues estaban en todos los idiomas conocidos. De repente Naborí empezó a contar en voz baja hasta tres y al final dijo en voz alta, tengo tres correos de la nena y ¿Tú?, conté, recorriendo rápidamente con la vista el listado de correos y corroborando que tenía los mismos tres correos de la nena. Comenzamos a leerlos. Los tres decían casi lo mismo. En ellos, insistía en no encontrarse con nosotros pues sabía que la estaban siguiendo, se reportó enferma en su trabajo y se enclaustró en su viejo cuarto en casa de sus padres. Incluso sospechaba que le tenían “pinchado” todos sus teléfonos y en consecuencia decidió no utilizar ese medio, pues no quería delatarnos bajo ninguna circunstancia.

Sin embargo entre tantos correos hubo uno que llamó mi atención, uno cuyo “asunto” decía: Sólo para ti. Por supuesto que llamó mi atención, pues tenía aaaaaños que no había intentado nada serio con nadie aunado al hecho que desconocía el nombre del remitente y el respectivo correo. Bueno, luego me percaté que estaba pensando muchas pendejadas pues resulta que el correo era de la Nena, la cual no quería que Naborí se enterase del contenido del correo… y con razón.

Haciendo un aparte aquí, debo confesar que desde que se generó el boom de los correos electrónicos, un par de semanas después de crear mi cuenta personal, creé otra cuenta con otro nombre e inclusive desde otro estado (por si acaso pudiesen rastrear la dirección I.P.) para usarlo en caso de jodedera y/o mantener el anonimato de ser necesario. Bueno pues resulta que la misma idea le ha pasado a la mitad de la gente quien tiene correos electrónicos. La nena y Naborí no son la excepción. En este caso la nena usó el suyo para decirme lo que a continuación contaré y Naborí usó su otra cuenta para guardar tooooodo lo referente al Inductor, en archivos encriptados y con nombres comunes para no llamar la atención de algún Hacker. A la semana de haber llegado Naborí de gestionar la patente en Italia, no quedó ningún documento en papel, notas, disco duro, fotos, planos ni filmaciones del Inductor. Todo estaba en alguna cuenta de correos en algún servidor desconocido y en la cabeza de Naborí.

Volviendo al email de la nena resulta que ésta tenía un amigo común con el picolino y este amigo le llamó muy preocupado pues el italianote estaba desaparecido. Él se entera de esto, pues la propia hermana lo llamó a ver si él sabía algo de su paradero, en consecuencia éste llamó a la nena, pues conocía la afinidad entre ambos, la nena supuso que la hermana del picolino trató de llamarle mientras ella había cortado toda comunicación telefónica y por eso no la pudo contactar. En fin, la nena, tomando cartas en el asunto comenzó a hacer algunas llamadas y se enteró que unos tipos, que según la hermana, piensa que son de la D.I.S.I.P., fueron a la casa, lo sacaron a la fuerza y se lo llevaron sin rumbo conocido. La nena continuó con sus pesquizas telefónicas y con todos los que habló, se refirieron al caso de manera muy pesimista. Lo que no supo la nena es si el viejo Doménico estaba haciendo algo porque no había podido hablar con él.

Por esos días comenzó un revuelo en la empresa petrolera venezolana (P.D.V.S.A.) por un cambio en su directiva. Según amigos importantes de Naborí en dicha empresa le comentaron que el último presidente de PDVSA el general con nombre de cacique, se negó a desmembrar la mayor empresa del estado, yendo en contra de las oscuras intenciones del presidente, quien de repente le pareció que la cuarta mayor empresa petrolera del mundo, no le hacía falta para lograr sus objetivos y había mandado a que vendieran todo lo que fuera de esta empresa fuera del país.

¿Qué estaba pasando? ¿Cuáles eran las intenciones del residente de Miraflores? ¿Tendría algo que ver el Inductor? ¿Cómo saldremos de este peo?.

Una noticia muy alarmante la recibió Naborí a las tres treinta en punto de la mañana, cuando el viejo Doménico le llamó desde Italia para informarle que no había obtenido aún la documentación necesaria que acreditaba a Naborí como dueño de la patente en cuestión, además que usando todos los contactos oficiales, no pudo determinar la razón de la demora. Se rumoreaba que los cancilleres de la Comunidad Económica Europea se habían reunido secretamente tres semanas atrás, para evaluar el impacto socioeconómico de la implantación de la nueva tecnología en su continente. Se supo después que comisiones multidisciplinarias de los quince países de la comunidad, con conocimiento específico en cada uno de los renglones energético, social, cultural, tecnológico y económico, sesionaron por más de dos semanas para entregar un informe con los resultados del impacto del Inductor en todos los niveles en que pueda influir. A este informe lo llamaron el 0606. Cuentan quienes lo vieron que lo llamaron así pues en la portada solamente tenía el sello de la CE y la fecha del seis de Junio. Se dice que  hubo tres informes anteriores, pero el más detallado, contundente, específico y final fue el del 06/06/2000 alias 0606.

Era evidente que Italia siendo parte importante de la CE pudo manipular y retrasar los procesos inherentes a la tramitación de la patente. Dos días después de haberse distribuido el 0606, nuevamente se reunieron los cancilleres de la CE para trazar las estrategias necesarias para enfrentar esta situación coyuntural que definitivamente arrasará con más de cien años de combustión interna y calentadores a gas. EL quince de junio del año dos mil, las veintitrés empresas europeas, llamaron al viejo Doménico y se retiraron de la licitación.

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Claro, no era que el informe 0606, les había quitado las ganas del Inductor, lo que pasaba era que a sabiendas que Estados Unidos había presentado una sola oferta, sabían que para poder competir con la mayor potencia económica del mundo, debían estar unidos y aglutinar fondos y al igual que Estados Unidos, ofrecer una cantidad atractiva. En consecuencia se inscribió otra empresa con el nombre que todos tenían en común, Euro Co.

Había una sola instrucción dada a Doménico por Naborí. Por nada del mundo, ni por todos los dólares del mundo, le vendería el Inductor a los Estados Unidos, pues sospechaba que engavetarían el dispositivo para no quebrar la maquinaria generadora de tranquilidad y estabilidad económica que ellos disfrutaban. Esa directriz no lo supe sino después.

Naborí entendía la posición de los gringos, pero era evidente que los europeos también sufrirían un cambio drástico en su modo de vida, pero que a la larga se adaptarán y adecuarán todos sus sistemas a darle paso a la nueva tecnología con todos los beneficios que ésta ofrece. Los gringos en cambio, empezarían gradualmente a desarrollar la nueva plataforma que soporte la nueva tecnología sin traumar las existentes. Pero eso podría durar décadas y considerando los beneficios, aún colapsando los sistemas actuales, podrán sentirse más temprano que tarde.

En ese sentido Doménico, experto en licitaciones y siguiendo la orden de Naborí, alertó a algunas empresas europeas de la estrategia de Estados Unidos de presentar una sola oferta con muchas fuentes de financiamiento, entendiéndose que la desproporción sería muy notoria con respecto con la mejor oferta europea o asiática. Doménico para redondear el asunto, llamó también a las asiáticas para recomendarles que hicieran lo mismo. Lo que sucedería después quedaría registrada como una de las asociaciones estratégicas más heterogéneas en la historia de los negocios a nivel mundial, pues resulta que evaluando miles de variables y superando millones de obstáculos, la Comunidad Económica Europea agregó a su conglomerado de oferentes, al grupo asiático.

Las cosas se le habían puesto fáciles a Doménico, para Agosto del año dos mil solamente tendría que “evaluar” dos ofertas, aunado al hecho que iba ganar cualquier grupo menos el americano, el italiano quedaría bien parado pues es factible que el grupo europeo-asiático haya hecho una oferta mayor.

A pesar do no haber salido ni una sola línea de la noticia del Inductor por la televisión ni la prensa, todos los directivos del mundo empresarial sabían los detalles del Inductor y de la guerra que había comenzado para la obtención de la patente.

No se si ustedes se lo habrán preguntado, pero ahora cabe mencionarlo, pues a partir del informe 0606 se activaron todos lo mecanismos de inteligencia y espionaje más aguerridos y extremistas del mundo, los del medio oriente.

En principio pensé que nos iban a buscar y a borrar de la faz de la tierra, pero no fue así, por lo menos al principio. El medio oriente conformó un bloque para presionar a los gobiernos oferentes en la licitación para que se retiraran de ella so pena de cortarle inmediatamente el suministro de hidrocarburos, colapsando sus respectivas economías, sin esperar que a que se adecuen a la nueva plataforma energética.

Estados Unidos sintió el golpe y consideró la “oferta” árabe. En cambio Japón, Alemania, Korea y un par de países más de la unión europea, alegaron que habían superado situaciones más difíciles que las ofrecidas por los árabes y que en consecuencia instaban al resto del grupo que se mantuvieran en la licitación. El grupo se mantuvo en la licitación. Estados Unidos cerrando los ojos ante las posibles consecuencias, continuó en la licitación. El Medio Oriente por su parte, no podía cortar el noventa por ciento de su producción total pues también colapsaría su economía. El primero de agosto del dos mil, todos y cada uno de los gobiernos de los países licitantes recibieron una misiva de su principal proveedor de petróleo, disculpándose por el exabrupto anterior, ofreciéndose como posibles proveedores de energía para cuando cambiase la plataforma. Estaban acostumbrados a ganar, esta derrota no se quedaría así. Por un momento pensaron entrar a la licitación, pero decidieron hacer otras cosas.

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Nos encontrábamos exiliados en la Colonia Tovar, pequeño asentamiento alemán en los alrededores de Caracas. Naborí siempre llevaba consigo una llave que le ofreció un amigo de un chalet que se encontraba afortunadamente en las afueras de la colonia alemana. Habiendo recuperado el Máverick, llegamos al chalet.

La ubicación de la “concha” estaba por mucho, excelentemente ubicada, pues se encontraba casi en lo alto de una colina y para llegar al lugar había que subir y desde la casa se podía ver inclusive cuando desde el pueblo se dirigían a la casita, puesto que la loma estaba parcelada y desde la entrada del parcelamiento solamente había un camino para cada casa. Para tranquilidad de ambos tendríamos que turnarnos para vigilar la entrada. Además, ya habíamos trazado una ruta de escape por la parte trasera del chalet, para lo cual aflojamos las estacas de la cerca de fin de que el carro pase sin que éste sufra ningún percance y poder tomar la ruta de salida de la parcela colindante.

Todas estas precauciones eran complementarias puesto que la única manera de localizarnos era rastreando el satelital y sin embargo dudábamos que supieran nada del mismo pues como bien saben, se lo regaló Doménico a Naborí en su viaje a Italia. Pasamos casi una semana “desaparecidos”, solamente obteníamos información a las tres y media en punto de la mañana, hora de Venezuela, a través de Doménico.

Al séptimo día Doménico llamó muy alarmado puesto que le había llegado la información que Naborí había muerto, extrañado y aliviado porque el muerto fue el que le atendió la llamada, lo alertó pues el gobierno venezolano había confirmado la muerte de Naborí Sforza Shikoku y a sabiendas que la patente aún no había sido otorgada por el gobierno italiano, el “régimen” reclamaba la propiedad de la patente alegando que el creador “había” sido un venezolano quien estudió en una universidad pública venezolana y en consecuencia el “producto” le pertenecía al estado venezolano, según una reglamentación que acababan de inventar.

Lejos de aliviarme al saber que Naborí estaba sano y salvo a mi lado, supe que de cualquier forma había que sacarlo del país, pues ya estaba muerto y no sería oportuno para el gobierno venezolano que apareciese vivo, lo que me llevó a determinar que el gobierno sabía que estábamos en el país, ya que no se arriesgaría a semejante disparate desconociendo el paradero de Naborí y que tenían órdenes de matarlo y desaparecerlo. Doménico estuvo de acuerdo conmigo y dijo que haría las diligencias necesarias ante las autoridades italianas para demostrar que Naborí estaba vivo y que debían negar la descabellada solicitud del gobierno venezolano. No se por qué, pero en ese momento hablando con Doménico en esa extrema situación supe que al picolino lo habían matado. Por supuesto no dije nada, pero me entristecí por ambos.

La situación se ponía bastante difícil pues se nos estaba acabando el efectivo y la única manera de salir de este muy corrupto país era con dinero en la mano. Naborí no podría ni acercarse a banco alguno, ni emitir ningún cheque pues los sistemas ya deberían estar con todas las cuentas y la cédula de Naborí. A mi me quedaban como siete millones de bolívares en el banco y decidí “moverlos” a ver si lograba sacarlos para llevar a Naborí fuera del país.

¿A Naborí? ¿Y yo? ¿Acaso no tenían órdenes de matarme también? ¿Acaso no tendrían también mis cuentas y mi cédula? No debía descuidarme. Contacté a cuatro viejas amigas de las cuales, dos tenían cuentas en bancos que se podían manejar por Internet, en lo que llaman Banca Electrónica. Le expliqué a muy grandes rasgos mi problema, aderezado con una sarta de mentiras concernientes a la situación política que vivía el país para esos días, y me prometieron que me ayudarían en todo lo que pudieran, después de movilizar mi dinero a la cuenta de la catira, esta se encargó de “moverlo” a la cuenta de la portuguesa y esta llegó justo antes que cerraran el banco para retirar todo mi dinero y entregármelo por la ventana del Máverick al salir del banco en Catia la Mar. Le sonreí y le lancé un beso, a pesar que tenía como siete años que no veía a la portuguesa, está me seguía mirando de esa manera como queriéndome decir algo que seguramente yo disfrutaría escuchar. Sin embargo me alejé lo más rápido que pude, ayudado primero con el conocimiento de todas las rutas de la zona y luego subiendo hacia Caracas con la ayuda del potentísimo motor del Máverick. Si me estaban siguiendo por tierra, perdieron.

Compré algunos comestibles antes de llegar al chalet puesto que no sabía cuanto tiempo más tendríamos para planear la salida del país. Boté los reales. Naborí había decidido salir apenas llegara. Intenté decir algo, pero conocía esa mirada decidida y yo no tenía ningún argumento para refutar la intempestiva salida. Guardé los alimentos en la nevera, estacioné el carro dentro de lo que parecía un garaje y lo cubrí con una lona que estaba enrollada a un lado. Tendríamos que salir por el sur, pues las costas y la frontera con Colombia estarían muy custodiadas, nos arriesgamos mucho usando transporte público para salir de la colonia alemana e ir nuevamente hasta el campamento donde nos habíamos enconchado al principio y de allí, nuevamente usando el argumento de “perseguidos políticos” conseguí la ayuda de los dueños del campamento al suministrarme la moto de su hijo mayor, para ir a Brasil.

San Juan de Río Claro, San Francisco, Los Tigres, el Viscal y dos días después, Puerto Ayacucho en un recorrido de unos doscientos veinte kilómetros de selva, ríos, mucho fango y mosquitos. En el campamento nos dieron gran cantidad de pastillas, inyecciones e instrucciones para el uso de cada uno de esos medicamentos en los casos que así se requiriese. La gasolina era muy escasa y en consecuencia muy costosa, aunado al hecho que esta siempre salían de bidones de plástico y en el peor de los casos de hierro. Mi preocupación era por la mala calidad de la misma que podría dañar el motor y dejarnos en medio de la nada. Sin embargo, gracias a Dios la moto no nos dió problemas.

Carezco totalmente de un aproximado de los kilómetros que recorrimos y para resumir mencionaré algunos de los pueblos que pasamos según me acuerde, Samariapo, Morganito, Mondiapo, San José y Matavení fueron los lugares de recarga antes de llegar a San Fernando de Atabapo, faltaban once días para la licitación, pero en vista de la intromisión del estado venezolano, los oferentes no se presentarían a menos que Naborí llegara a Italia. Dos días muy duros fueron necesarios para llegar a Victorino a ciento cincuenta kilómetros de San Fernando de Atabapo, Naborí había enfermado por razones desconocidas. Tuve que revisarle todo su cuerpo buscando, alguna picada o rasguño que pudiésemos identificar para así aplicar los medicamentos necesarios, pero no encontré nada. Ya casi llegábamos. Pero en vista de la “calentura” de Naborí me arriesgué y atravesando Colombia llegamos a Vista Alegre en Brasil. Recé, nunca lo hago, pero lo necesitaba. Lamento decir que no recé por Naborí, recé pidiéndole a Dios que me diera fuerzas, pues yo ya estaba perdiendo la cordura por todo el cansancio y la preocupación de este embrollo tan complicado en que estaba metido. Por momentos culpaba a Naborí por todo ese calvario que estaba padeciendo, para luego reprocharme que yo me lo había buscado y más aún, casi le obligué a que me involucrara en su proyecto.

Desesperado por la altísima fiebre de Naborí ofrecí hasta la moto como parte de pago para que nos llevaran a un aeropuerto. Naborí comenzaba a delirar. Nuestro “taxista” ofreció curarlo pero que debíamos llevarle a casa de su mamá. Accedí pues estaba muy preocupado y no sabía que hacer. En el camino a veces Naborí perdía el conocimiento y al despertar no me reconocía. El conductor me tranquilizó diciéndome que eso ya lo había visto antes y que su mamá se encargaría. Naborí empeoraba e inclusive tenía convulsiones. La vieja brasileña no logró nada. A Naborí se le estaba hinchando la cara y el cuello hasta tal punto que ya casi no podía respirar. Desesperado tomé el satelital y buscando la memoria de números telefónicos llamé a su papá, a los primos y a Doménico, el cual  fue el único que atendió, le dije sin muchas consideraciones que Naborí estaba a punto de reventarse literalmente y que no creía que duraría dos horas más. Sugerí que llamara a los gringos y que dijera quienes éramos, la situación de emergencia médica en que se encontraba el inventor del Inductor y nuestra ubicación, latitud 1”31’ norte, 68”12’ oeste. Cincuenta y cinco minutos después, un helicóptero de la fuerza aérea Brasilera aterrizó con paramédicos y equipo médico suficiente para mantener a Naborí con vida, hasta llegar a Manaos a mil cien kilómetros de donde nos encontrábamos.

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Seis horas después encendí nuevamente el satelital, para llamar a Doménico e informar del estado de Naborí. Si no es por el GPS interno del satelital, Naborí hubiese muerto. Sin embargo ahora se encontraba en coma y debíamos esperar dieciocho horas más a ver si reaccionaba. Los médicos se encontraban optimistas, pues habían encontrado un antialérgico efectivo que logró regular las funciones de las glándulas que fueron alteradas por quien sabe cual insecto.

A pesar de que su aspecto había mejorado notablemente, yo no era muy optimista. Sus ojos medio abiertos mostraba la total ausencia de quien reposaba tras ellos. Intenté comunicarme con sus padres pero fue en vano. A la nena le dejé un mensaje en su contestadora explicándole muy brevemente la situación y el estado crítico de Naborí. Llamé nuevamente a Doménico para decirle que seguía muy mal. No tenía a quien más llamar. Y éste agradeció que le mantuviese informado.

Ya había pasado treinta y seis horas, las posibilidades que Naborí se recuperara eran escasas. Doménico venía en camino con dinero para encargarse de la situación. Logré conversar con la nena y corroboró lo que yo pensaba del picolino. “Desaparecido” en acción. Mas nunca se supo de él. Habrá que esperar a que los esbirros de esta administración sean enjuiciados a ver si dicen algo. Pero sea como sea, estaba muerto.

Al llegar Doménico, se informó de todo lo concerniente al estado de Naborí. Por si acaso se lo preguntan, Doménico no habla ni papa español y yo muy poco Italiano, pero logramos entendernos en Inglés. Luego con una abismal frialdad escuchó mis argumentos mientras conversamos en el hospital de Manaos, concernientes al asunto de su hijo. Supongo que el entorno tan violento que lo acompañó por algunos años, ayudaron a mitigar el impacto que esto puede generar en un padre normal. Sin embargo abrigó la esperanza de que hubiese escapado. Ojalá, terminé diciendo, con un pésimo tono de esperanza.

Mientras esto ocurría, uno de los paramédicos quien nos acompañó en el helicóptero, se acercó a nosotros con cara de satisfacción para decirnos que Naborí había “despertado”.

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Era tiempo de moverse, las muy estrechas relaciones del presidente del Brasil con el venezolano, requería que saliéramos cuanto antes del territorio amazónico. El personal del helicóptero, se aprestó a llevarnos a la frontera con Bolivia y de allí, ya se habían hecho los arreglos para llevarnos a La Paz y luego a Italia.

Toda la logística anterior salió del bolsillo de Doménico quien se portó como un padre y como un estratega. Sus incontables e innombrables contactos lograron llevarnos a un muy extremadamente limpio “hospital” en Italia. Mi pobre mente tercer mundista le costó adecuarse al nuevo mundo que había llegado. En menos de dos días, tenía pasaporte de la Comunidad Económica Europea y además era ciudadano español. Todo legal, pero sorprendentemente rápido.

Nos encontrábamos en Livorno a doscientos cincuenta kilómetros al noroeste de Roma. Naborí aún no podía hablar. Aún caminaba con mucha dificultad pero ya reconocía a todo el mundo.

Quien esto les cuenta, fue objeto de una rigurosa y “minuciosa” evaluación médica, pues había estado expuesto a lo mismo de Naborí y según ellos no tenía más que algunos signos de desnutrición y un evidente agotamiento físico y mental. El secreto de mi invulnerabilidad, y al revelarlo se que seguramente salvaré muchas vidas, es que nunca, y enfatizo, nunca he usado cholas, sandalias, alpargatas ni pantuflas. Siempre he andado descalzo. Salvo claro cuando tengo que salir de casa hacia un lugar lejano, pues ni para ir a la playa las uso. Ni cuando me baño en lugares ajenos o desconocidos. Nunca. Pues eso señoras y señores ha creado en mi organismo un sistema de defensa tan eficaz, que como decimos en Venezuela, no le entra ni coquito… Por nada. Tomen nota y no regañen a sus hijos cuando estén descalzos. Sigo con el cuento.

La aparición de Naborí en escena, empeoró por mucho, lo muy mal parado que estaba el Presidente de Venezuela en el ámbito internacional. Los dos grupos licitantes fueron convocados nuevamente para el mismo lugar (La Isla de Síros, a ciento veinticinco kilómetros al sureste de Athenas) pero ahora para el veintisiete de Diciembre del año dos mil.

Doménico por fin logró encontrar a los viejos de Naborí y les dijo que se vinieran inmediatamente. Los encontró entre Santa Lucía y Martinica. ¿Cómo? … Sabrá Dios.

Naborí pasaba mucho tiempo en rehabilitación. Muchos familiares llegaban a visitarlo. Imaginen que estuve dos días en el mismo salón con él y no pude hablarle. Y entonces, gracias a Dios que llegó el viejo Antonio, con ella, la legendaria Kel-Ani, pequeña pero imponente, delgada pero firme, sencilla pero radiante, callada pero estridente. Desde ese momento me declaré admirador de aquella enorme miniatura.

Largos y sentimentales minutos pasaron los viejos con Naborí en un apartado butacón del gran salón de la casa del viejo Doménico. Luego, nuevamente los enfermeros se encargaron de Naborí para continuar con su exhaustiva rehabilitación. Había sufrido un severo daño cerebral que le impedía hablar normalmente, no controlaba sus funciones básicas y caminada con mucha dificultad. Los recién llegados pasaron un par de horas conversando con familiares y amigos. Entre tanto, salí al jardín de la hermosísima propiedad de Doménico para recostarme y quedarme dormido en una gigantesca hamaca tejida que decía en primarios colores, Venezuela.

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Al despertar estaba cubierto con una gruesa manta e inclusive tenía puesto un gorro de lana perfecto para proteger del resquebrajante frío de esa región. Dormí más de doce horas pues al recostarme en la hamaca aún era de día y al despertar ya estaba muy avanzada la mañana.

Al incorporarme y sentarme en la hamaca, me sorprendió ver sentada a mi lado a la Señora Kel-Ani preparando un humeante té en una mesa que no estaba allí cuando me “recosté”.  Al ver la ternura con que me veían sus ojillos sonrientes socavó la dureza del frío que imperaba en el ambiente y sin saber por qué, empecé a llorar. Me sobrecogí de tal manera que lloré por un buen rato. Kel-Ani, respetuosa ante mi incómoda posición, bajó su mirada para no abochornarme. Al ver ese gesto que describía en toda su dimensión la grandeza de ella, me impulso a bajarme de la hamaca y arrodillado le abracé colocando mi cabeza en su regazo. Temo que mi actuar también la sorprendió, sin embargo, acarició mi cabello por un largo rato hasta que dejé de llorar.

Encontrándome más calmado pero aún sin apartarme de su regazo, tomó mi cabezota con sus pequeñas manos y haciéndome que le mirase a los ojos, me dijo… Gracias. Estallé en lágrimas nuevamente pero peor que antes. Kel-Ani rió dulcemente y viendo hacia el cielo dijo ¿Este llorón fue el que salvó la vida de mi hijo?. Volví a bajar la cabeza sobre sus piernas, sonreí internamente ante la “rudeza” del comentario ya dispuesto a calmarme y a charlar con ella. Pues en esos dos días no había podido hablar con nadie salvo dos frases con Doménico.

Ya calmado y sentado nuevamente en la hamaca, me excusé ante al lamentable espectáculo anterior y le pregunté que como estaba Naborí, porque casi me tenían en cuarentena y no me permitían acercármele por si acaso yo tenía algo que pudiera provocarle una nueva reacción alérgica. Imaginen ustedes como es esta señora, que aún viendo a su hijo todo maltrecho, débil y con muy pocas probabilidades que pueda hablar y caminar normalmente el resto de su vida, me dijo que me tranquilizara pues… va a estar bien, y tú también. Ella sabía que no era cierto, yo lo sabía, todos lo sabían y aún así se preocupó por mi tranquilidad a costa de la suya.

Me agradeció nuevamente el haberlo sacado de Venezuela, a lo que bromeé diciendo que no me había quedado más remedio, pues él mismo a sabiendas que se estaba debilitando y que casi no podía sostenerse, gastó todo un rollo de cinta plástica pegándose a mi espalda desde los hombros hasta la cintura.

Los últimos cien kilómetros fueron de una agonía inenarrable. Tanto así que aún escribiendo esto me vienen imágenes borrosas y sin sentido que no puedo concatenar para relatarlos. Sin embargo recuerdo como anécdota poco elegante, el hecho que debimos orinarnos encima pues de bajarnos de la moto, sería imposible volvernos a montar por la debilidad de Naborí y la mía por su puesto. Créanme y así se lo confesé a su madre, que llegó un momento que estaba tan agotado, tan desesperado, tan débil y tan desconectado de la realidad que de vez en cuando me detenía para tomarle el pulso a Naborí a fin de ver si lo llevaba o lo dejaba. Ahí fue cuando recé. Y lo logré. No porque Dios me diera fuerza, sino porque sabía que me estaba viendo y que no tenía otra opción más que salvarnos a los dos.

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Al caer la noche, se acercó el viejo Antonio y conversamos un rato. Después de mil preguntas que me hizo concluí diciéndole que, si Doménico le debía algún favor, que lo considere saldado. Me contó que ya tenía algunos amigos “pesados” en el gobierno tratando de ubicar al picolino. Le sugerí que mandara a traer a la nena pues eso ayudaría a sentir mejor a Naborí, estuvo de acuerdo y sin decir más se levantó a concederle mi sugerencia a su hijo. Supongo que cualquier cosa que le hubiese dicho que alegrase un poco a Naborí lo hubiese hecho de inmediato.

Doménico se me acercó una tarde y me preguntó que tanto sabía del Inductor y si era capaz de presentarlo. Impactado por la interrogante me quedé sin habla. ¿Quién puede entender a Doménico? Se ha portado como un desprendido padre con Naborí y de repente, aún convaleciente este último, me pregunta si podemos seguir con el “negocio”. Al ver que se asomó en mi cara un gesto de molestia llamó inmediatamente al viejo Antonio y le dijo un pocote de cosas en italiano a lo que el viejo Antonio me miró rápidamente alarmado diciéndome… No, no, no es lo que piensas, Naborí le pidió a Doménico que siguiera con el asunto de la patente y el mismo sugirió que fueras tú quien lo presentase en la licitación.

Miré a Doménico con un gesto apenado, me disculpé, a lo que el italiano restándole importancia me abrazó bruscamente. Otra vez volví a dudar del italiano, no aprendía la lección. Esta gente se maneja con códigos de ética y lealtad diferentes a los que yo manejaba. Lo que me tranquilizaba saber era que ya lo estaba entendiendo y en consecuencia me hacía una mejor persona. En fin, este cuento no se trata de mi. Además que, releyendo esta parte, la noto como aburrida, sin embargo hubo cosas importantes que consideré necesario decir para reubicarlos (o reubicarme) en el contexto.

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Se acercaba la fecha de la licitación. Naborí y Doménico habían hecho todos los arreglos para que la patente saliera a nombre de este último, lo que generó confianza a los oferentes puesto que se sabía el precario estado de salud del inventor. Lo que preocupaba a Doménico es que la patente seguía siendo demorada deliberadamente por el gobierno italiano y más aún, a pesar de todos sus contactos, le preocupaba el hecho de no saber ¿por qué?

Sin embargo, el italiano preparó para mi un itinerario de tres semanas en la cual me encargaría de “presentar” a los dos grupos oferentes una demostración y una explicación general del Inductor. Por alguna extraña razón, éste preparó la demostración al grupo Europeo-Asiático en una pequeña localidad de Arizona llamada Sells por el Desierto de Sonora, a unos treinta y cinco kilómetros de México, y al grupo americano los citó para una población de la costa del Pacífico de la peligrosa Corea del Norte llamada Kimch´aek.

Naborí estaba muy débil para poder desarrollar aparato alguno, en consecuencia teníamos que usar uno fabricado. Solamente habían dos en el planeta, el que estaba en Italia en las oficinas de la patente y el del Máverick bajo una lona en el chalet de La Colonia Tovar en Venezuela. Sacar el carro del país no fue problema. El viejo Antonio se encargó de eso a través de uno de sus muchísimos e incondicionales amigos que se había labrado en esa tierra de pícaros y bandidos que se había convertido Venezuela. En fin, el carro fue remolcado todo el trayecto (por instrucciones del viejo Antonio) por más de ocho mil kilómetros desde Venezuela hasta Livorno, Italia.

A veces me pongo a pensar, ¿Qué habría pasado si Naborí o su familia no hubiesen tenido dinero?, ¿Hasta dónde hubiésemos llegado? Ese rescate en Brasil, traer el carro, etc. Bueno, a decir verdad si no hubiesen tenido dinero, seguramente Naborí no habría podido pasar doce años de su vida en la universidad inventando vainas hasta llegar a inverntar el Inductor. Corroboro con esto lo que siempre digo, a los ricos les pasa cada cosa… que no nos pasan a los pobres.

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Me aproveché un poco de la situación y pedí que arreglasen la carrocería del Máverick y que lo pintasen de nuevo. A finales de noviembre del 2000, nos encontramos en el desierto de Sonora para presentarles a un heterogéneo grupo de veinte personas las bondades del Inductor en uno de sus múltiples usos, en un vehículo. Todos estos empresarios y representantes europeos y asiáticos llegaron en el transcurso de dos días al poblado de Sells por diferentes vías, la logística de Doménico seguía funcionando a la perfección. Sentí gran satisfacción al verle la cara desconcertada de todos los participantes en la demostración cuando sacamos al reluciente Máverick del “dieciocho ruedas” que lo transportó desde Tucson hasta allí. Me imaginé que ellos esperaban una nave intergaláctica o algo por el estilo. A la postre no pudo ser más efectiva la primera impresión. Sugerí antes de mostrar el motor y entrar en detalles, que lo condujesen todos aquellos que así lo quisieran. Al principio, nuestro público, que aún no se recuperaban de la mala impresión que erróneamente les provocó el vehículo, se mostró reacio a participar en lo que hasta ese momento creían una burla. Al recorrer las caras de todos ellos, noté que el representante del Japón estaría encantado de manejar el carro, pero no se había ofrecido por razones de cortesía para con los demás. Mi afecto por Kel-Ani me impulsó a ofrecerle al japonés que me acompañase en el primer viaje.

La caja A, ya se encontraba encendida en la habitación del pequeño hotel que habíamos alquilado en las cercanías. Le pedí con señas que se ajustara el cinturón de seguridad y haciendo lo mismo encendí el motor. El asiático no entendió el susurro que salía del motor, que como ya les comenté anteriormente, suena como un taladro de odontólogo. Haciendo un gesto con mi cara, como queriendo oír más, acerqué mi oído al tablero del carro, invitándole a hacer lo mismo. Aceleré el motor varias veces a lo que él retiró su oído del tablero y miró mis pies a ver si era yo quien estaba acelerando. Realmente no tenía idea de lo que él estaba pensando, pero al erguirse y acomodarse en su asiento supe que estaba listo para dar como decimos en Venezuela, una “vueltica”.

Al carro le habíamos adaptado un velocímetro digital en millas, ya que el que tenía el carro solamente llegaba a ciento ochenta kilómetros por hora. Llegamos a las cien millas por hora y el carro no sonaba ni más ni menos que cuando estábamos detenidos. Doscientas millas y gracias a las mejoras en la suspensión y en la aerodinámica del vehículo, aún estaba estable. El japonés abiertamente excitado y alterado se aferraba con sus dos piernas empujándose al espaldar de su asiento y sus dos manos pegadas al techo para completar su adhesión al asiento. Al verlo así le pregunté en inglés, ¿suficiente?, aunque parezca increíble, el asiático se tomo unos veinte segundos más de lo que yo me hubiese tardado si estuviera tan asustado como él, en decir que si era suficiente. Definitivamente la adrenalina embriaga.

Uno de los presentes sacó de un morral que llevaba, un aparato de esos que usan algunos patrulleros para medir la velocidad de otro vehículo, al detenerme frente al representante el Noruego aún tomaba ciertas notas en una pequeña libretita que llevaba en el bolsillo de su camisa. Ahora todos querían manejar el Máverick. Doménico sugirió que yo condujera y me llevara grupos de tres en cada vueltica, puesto que no quería tomar riesgos con que un loco de esos tuviese un accidente y se estropeara el día.

Así lo hice, y a todos le hice el mismo teatro del ruido del motor. A pesar que eso no significaba nada en comparación con las otras propiedades del Inductor, me gustaba hacerlo. Después que culminé con el último grupo, les abrí la portezuela del motor y se lo enseñe. Les di una muy breve descripción de cada uno de los dispositivos que se podían ver desde afuera y les enseñé la otra caja A que llevaba en la maleta del carro, explicándole que la que estábamos usando estaba conectada en la habitación del hotel a la corriente normal. Recuerdo ese momento de explicación con gracia pues cada frase que decía era seguida por la misma frase en italiano, alemán, inglés, chino, japonés, y unos cinco idiomas más. Culminado el eco de los detalles que estaba dando, dimos por terminada la exposición.

Todos comentaban muy satisfechos la evaluación del Inductor y se alejaban en dirección a sus carros de alquiler para retornar a sus respectivos países con sus alentadoras buenas nuevas. Todos menos el japonés. Se me acercó y con señas me hizo entender que quería otra vuelta, miré a Doménico que se encontraba a mi lado, miró su reloj y alzando los hombros me indicó que no había problema y que me esperaría en el hotel. Nos subimos al vehículo, me ajusté el cinturón y en un sorprendente español el japonés me dijo que su gobierno quería que recibiera este obsequio como muestra de gratitud por la contribución que le habíamos hecho al mundo, y de lograr la licitación el grupo al cual él pertenece triplicaría su agradecimiento. Dijo esto sacando de su morral que llevaba encima, una caja de madera negra con finos dibujos en dorado, plateado y rojo carmesí del tamaño de una caja de zapatos más o menos.

Medité el asunto mientras manejaba. Vi la cara del japonés que a pesar que íbamos a la misma velocidad de su primer viaje, no se mostraba nada tenso, más bien calmado y confiado. Vi la caja, tratando de adivinar su contenido. Imaginé que era dinero, por su puesto. Esta gente sabe perfectamente quien soy yo y lo que represento en este grupo, sabe muy bien que no está en mis manos la decisión. Sin embargo me estaba dando la caja a sabiendas que podrían no ganar la licitación y si por buena suerte para mi, ganaba el grupo europeo, ¡Triplicarían  el contenido de la caja! ¿Qué tenía que perder? ¿No había ganado nada en todo este lío? Salvo preocupaciones y desventuras ¿Esto significaría traicionar a Naborí? No sé. Ya era hora de pensar en mi. Di media vuelta y me dirigí hacia el hotelito. Aún fuera del morral se encontraba la caja en el asiento entre el japonés, entonces, me dispuse por curiosidad abrir la cajita a lo que el nipón se apresuró a sacar de su bolsillo una cadenita con una llavecita guindando en ella. Extendió la cadenita con sus dos manos y pasándomela por sobre mi cabeza, me la colocó en el cuello. No me había percatado que la cajita tenía un cerrojo, muy ornamentado y bonito por demás. Seguía meditándolo cuando llegué a las puertas del hotel, sin bajar del carro me quedé observando al japonés mientras se bajaba y desaparecía en el oscuro lobby del hotelito.

Doménico salió a mi encuentro desde una fuente de soda que estaba al lado del hotel, preguntándome, según pude entender, que ¿cómo la había pasado el chino?, le conté, como pude, que el era un emisario del grupo europeo y me había regalado esa cajita para “endulzarme” en la decisión de la licitación. El italiano entendió perfectamente, pues ese era un veterano de mil licitaciones, y no vió mal el que aceptara el “regalo”. Bromeando le dije que aunque se parecen, no era chino, sino japonés.

Al decir esto una señal de alarma estremeció a Doménico y colocando su mano en mi pecho para impedir que me moviera, me preguntó si ya había abierto la caja, le dije muy asustado por su actitud que no. Me pidió que con mucho cuidado, cerrara el carro con llave y saliera de él. Ahora si estaba aterrado, la cara de aprehensión del italiano decía que algo terrible estaba sucediendo. ¿Qué crees?, Le pregunté. Me dijo que en su lista de participantes no había ningún japonés. Empecé a atar cabos y mientras me soltaba el cinturón de seguridad muy lentamente, comenté que al querer abrir la caja, el japonés se apresuró a guindarme la llavecita del cerrojo en el cuello, pensé mientras cerraba las ventanas del carro, que si no quería que abriera la caja en ese momento, esa era una buena estrategia pues por lo finita de la cadenita era muy difícil agarrar la diminuta llavecita manejando y para poder abrir la caja forzosamente debía retirar la llave del cuello.

Le dije que me siguiera y entramos al hotelito donde se había metido el asiático. Afortunadamente por ser zona fronteriza con México mucha gente hablaba español y pude rápidamente determinar que el japonés nunca se había registrado en el hotelito pero por la descripción que di y del morralito tan particular que llevaba, el encargado del hotel me dijo que había llegado esa misma mañana en un carrito azul y le había dado unos dólares por dejarle aparcar en la parte trasera del hotel. Por cierto, dijo, acaba de irse. Corrí a la parte trasera del hotel y aún se veía la polvareda que dejó el vehículo, que definitivamente se dirigía a Tucson.

Necesitaba un arma y un vehículo. Pregunté al encargado del hotel por un arma explicándole que el asiático estaba intentando algo en contra de su país y que sabía que se dirigía a Tucson, inclusive le pedí que llamara a la policía explicándole el asunto. El hombretón sin llamar a nadie, enardecido sacó dos revólveres calibre .45 me dio uno y el otro se lo enfundó entre su pantalón y decidido a agarrar a ese cochino “amarillo” dejó todo como estaba y se fue a la parte trasera del hotel, agarró su pick-up y haciéndome señas me dijo que me apurara. Pensé rápidamente y gritándole le dije que iría en mi carro.

A todas estas Doménico no entendía nada de lo que estaba pasando y le pedí que me siguiera. Salimos nuevamente por el frente y al dirigirme nuevamente al Máverick, me agarró por la camisa casi rompiéndola y me preguntó si estaba loco. Le medio expliqué, como pude, que si lo que estaba en la caja era una bomba, no explotaría a menos que se abriera con la llavecita. Pero también le dije que entendía su preocupación y que era mejor para todos y para el proyecto que se quedara a salvo en Sells para completar todo el proceso de la licitación. Doménico puso una cara como si le hubiese hecho el mayor insulto que se le pudiera hacer a un hombre. Se aferró a la puerta del copiloto y gritándome me pidió que quitara el seguro para entrar. Realmente era mejor que se quedara, pues si alcanzaba al japonés no se que pudiese pasar y si la cajita era en realidad una bomba y explotaba, se retrazaría aún más poner el Inductor en el mercado. Doménico se agarró de la manilla del carro tan duro y se colocó de tal manera que supe que aunque arrancara no lograría que se soltara hasta que se lastimara realmente. Pasé mi cuerpo sobre la hermosa cajita de madera y abrí su puerta. Se sentó con mucho cuidado y poniendo la cajita en sus piernas gritó, Go Go Go.

Habrían pasado como siete minutos desde que el asiático entró al lobby del hotel. Sabiendo que desde Sells hasta Tucson hay noventa y cinco kilómetros estaba seguro que lo alcanzaríamos. A los diez minutos de salir divisé la camioneta del encargado del hotel, le hice señas, se detuvo y le dije que se montara en mi carro. Un poco sorprendido tal vez, lo hizo sin titubear. Diez minutos después vimos al carrito azul y decidimos interceptarlo antes de que llegara al poblado por cualquier eventualidad no saliera herido ningún inocente. Ustedes se imaginan como estaba mi adrenalina en ese momento después de recorrer casi setenta kilómetros con la mitad del tiempo los cuatro cauchos del Máverick en el aire debido a la irregularidad del terreno. Realmente lo que quería era embestir al carrito azul. Sólo le dije a Doménico que abrazara la cajita muy fuerte y que confiara en el cinturón de seguridad. Supo de inmediato lo que iba a pasar y clavando los pies en la parte más frontal del piso de su puesto, esperó.

El encargado del hotel me gritó que íbamos demasiado rápido en comparación al carrito azul. Fue muy tarde. El impacto fue terrible. Parecía que hubiésemos chocado con un auto detenido. Casi partimos al carrito en dos partes. La carrocería del Máverick era infinitamente más dura que las de ese carrito japonés de fibra, plástico y muy poco acero. Por poco matamos al conductor que resultó no ser el japonés. Atontado por el golpe y sangrando por una pequeña herida que atendimos rápidamente, nos contó que el asiático le pagó unos dólares para que entregara el vehículo en un Car Rental de Tucson. Lo tuvo esperando toda esa mañana hasta que se apareció detrás del hotelito para entregarle las laves y los dólares para luego montarse en una camioneta Explorer negra con los vidrios muy negros, que estuvo todo el tiempo parada cerca del carrito azul. Pudo determinar sin embargo que lo estaban esperando pues se montó del lado del copiloto.

Como pudimos, desclavamos el Máverick de lo que quedó del carrito azul. Salvo por unas abolladuras en el parachoques y unos rayones en la tapa del motor, el primero se encontraba en perfecto estado. Entregué el arma al encargado del hotel. Éste decidió volver por su camioneta y a su hotel pues pensó que ya no era útil, pero que le llamáramos si necesitaran algún testigo de su declaración. Llevamos al pobre chofer al hospital de Tucson e inmediatamente fuimos a la policía. Había que capturar al japonés antes que saliera del país. También entregamos la cajita negra informando de nuestras sospechas que contenía explosivos. Al decir esto, toda la comisaría fue desalojada y minutos después un escuadrón anti explosivos se estaba encargando del asunto.

En resumidas cuentas, la cajita contenía tres kilos de C4 que tuvo que ser detonada controladamente en las afueras del poblado, la camioneta ya había pasado la frontera con México cuando le notificaron a la patrulla fronteriza, y la tarjeta de crédito usada para alquilar el extinto carrito azul, había sido robada en Japón, treinta y seis horas antes.

Esa noche la pasamos en un excelente hotel de Tucson, decidimos compartir una habitación doble para poder cuidarnos, tomé una larga y relajante ducha de agua caliente. No quise especular nada hasta que Doménico tomase su respectiva ducha para luego compartir criterios y conjeturas al respecto. La ducha del italiano resultó ser más larga que la mía, preocupado me acerqué a la puerta del baño para preguntarle si todo estaba bien y justo antes de tocar, lo escuché sollozar, descalzo, como siempre, me acerqué sin hacer ruido y pude constatar que estaba llorando. Me alejé sin hacer ruido y lo dejé desahogarse. Nunca le pregunté y nunca me dijo.

A las nueve de la mañana del día siguiente dejamos el hotel y una patrulla nos llevó nuevamente a la oficina del comisario, el vuelo de Alitalia salía a las catorce horas. Nos pasaron unas copias de nuestra declaración, hicimos algunas correcciones las reimprimieron y la firmamos. El único inconveniente es que el vehículo debía permanecer en Tucson por estar involucrado en el incidente mientras terminaran las averiguaciones. Doménico sin hacer ningún tipo de alarde ni de presión, llamó a la persona de contacto del Grupo Americano, tardó como tres minutos en explicar la situación en que nos encontrábamos y en donde estábamos exactamente. Quince minutos después, el Gobernador del estado de Arizona, llamó personalmente al Comisario de Tucson, de quien afortunadamente era amigo, para que nos permitieran llevarnos el vehículo pues era “un asunto de estado”. El comisario, poco acostumbrado a recibir llamadas de su amigo el gobernador, se mostró bastante colaborador, aunque antes de la llamada así se había comportado. Llamó a una compañía de transporte para que se encargara del traslado del vehículo al puerto de San Diego, California en la costa del Pacífico. Para montarlo en un barco y llevarlo a las costas de Kimch´aek en Corea del Norte.

Tendríamos como diez mil kilómetros para hablar del extraño atentado del japonés. Miles de preguntas y conjeturas se congestionaban en nuestras mentes. ¿Habría sido mandado por el gobierno japonés? Si es así, ¿Por qué fueron ellos entonces los que aportaron la mayor cantidad de dinero en el fondo para la compra de la patente? ¿Habrá sido algún grupo opositor del gobierno japonés? Porque de algo no tenía dudas, el tipo era Nipón.

Doménico consideró necesario y con razón, alertar al grupo Europeo-Asiático de que existía fuga de información entre sus representantes y que debían extremar las medidas de seguridad y seguimiento de la información, para ello concertó una reunión en Praga con todos los oferentes antes de la segunda demostración al Grupo Americano en Corea del Norte. Los dos grupos se reunieron y se definieron estrategias de seguridad y al final de la reunión el señor Doménico Estelutto coordinador de la licitación secreta más grande de la historia, informó a todos los presentes que el Señor Naborí Sforza Shikoku haría llegar a los cinco millones de correos electrónicos que él tenía en sus archivos, todos los datos, planos, materiales, cálculos, notas, fotos y filmaciones para la elaboración del Inductor totalmente gratis, si a sus padres o cualquiera que el considere cercano le sucediese algo, por más accidental que parezca. También informó que aún borrando a todos sus familiares y amigos de la faz de la tierra, tenía a cuatro bancos y a cinco testaferros sin ningún vínculo con él o con sus familiares, con órdenes inexorables de entregar la información antes mencionada al mundo, en caso que la licitación no se concretara.

En vista de esto último, todos los participantes de la reunión de Praga decidieron permanecer un día más reunidos para concretar estrategias de seguridad e inteligencia conjuntas a fin de salvaguardar la integridad física del señor Sforza y familiares. Para ello invitaron al señor Doménico a participar en la reunión pues él podría aportar los datos necesarios y para “negociar” algún cambio de residencia o identidad, etc. El italiano me invitó a quedarme, pero no veía razón para ello y alegando cansancio regresé a Livorno.

Al día siguiente de la reunión de Praga, Naborí me mandó a llamar desde el hospital. No sabía que estaba tan enfermo. La reacción alérgica en Brasil había destrozado su sistema inmunológico y en consecuencia requería un ambiente y un tratamiento muy específico que la casa de Doménico no podía ofrecer. A llegar al hospital me encontré nuevamente con sus padres, no les había visto desde que tomamos el té en la hamaca. Les abracé, tal vez un poco más de lo correcto pero mucho menos de lo que necesitaba. Nuevamente la extraordinaria Kel-Ani, a sabiendas de la posible impresión que podría provocarme el ver a Naborí con todos esos aparatos conectados a su cuerpo, me sentó y me explicó brevemente las características de lo que le pasaba a su hijo y que todos esos dispositivos eran necesarios. Luego me besó en la frente y me dijo que entrara pues Naborí quería hablar conmigo desde hace días. Me acompañó hasta la puerta tomada de mi mano y nuevamente me dijo… no te preocupes él estará bien, y tu también.

Les voy a confesar algo, si ustedes hubiesen visto a Naborí en el Brasil, con los espasmos y la hinchazón de su cuerpo aparte del sonido aterrador de alguien que se está muriendo asfixiado, entenderían mi tranquilidad al ver a mi apagado amigo, sin cabello, con cuarenta y nueve kilos de peso y tubos que entraban y salían por todos lados. Sin embargo esta vez estaba más lúcido que la última vez que hablé con él. Al verme movió algunos dedos de su mano derecha y se la tomé. Sin soltarle acerqué mi silla lo más posible a la camilla, no sabía que tanto podía hablar.

-¿Cómo estoy? - Me preguntó - Sé que me dirás la verdad.

- Para serte franco, pensé que te morías en Brasil, ahora sin embargo a pesar de que estás más feo aparentemente estás más estable.

- ¿Es posible eso? – preguntó.

- ¿Qué cosa? ¿Qué estés más feo o más estable? – reímos unos segundos, sabía perfectamente que se refería a su fea cara.

- Dime la verdad – dijo enseriándose

Con el pragmatismo que me caracteriza, le dije – Creo que de aquí no saldrás vivo, no quiero decir que morirás mañana, pero por la pérdida de tus defensas no podrás salir de este ambiente controlado, así que acostúmbrate a estas paredes y a esta vista. De todas maneras con esa fortuna que vas a tener, podrás comprarte este hospital y hacer que todas las alas de este edificio estén esterilizadas, hacerle un techo tipo domo, cambiar esa fuente interna en una piscina esterilizada, nos esterilizaremos cada vez que vengamos a visitarte y si la cosa esta chévere hasta me mudaría para acá, tranquilo llegarás a acostumbrarte.

No te echaría esa vaina – me dijo – tienes que tener tu propia vida, ya he hecho los arreglos necesarios para que te quedes con el diez por ciento de la venta de la patente, con eso te podrás comprar un pequeño país y gobernarlo como quieras. Se me nubló la visión, me sentí mareado, traté le levantarme, sentí que caía.

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En efecto caí. Desperté unos minutos después en otro cuarto con un montón de médicos a mi alrededor. Estaban bastante alarmados pues pensaban que estaba enfermo y en consecuencia pude haber contaminado a Naborí y haberlo matado. No podía hablar, pero quería decirles que no se preocuparan pues no me había desmayado por enfermedad sino porque el niño me dice cosas tan contundentes sin prepararme, que son difíciles de aceptar de un solo golpe.

Pero no fue por eso. Mi avaricia no era tan grande como yo creía. En los múltiples exámenes que me realizaron mientras estaba inconsciente, detectaron una ausencia de una vitamina que no dijeron su letra sino su nombre, la cual aunado con el olor a alcohol y mi agotamiento mental medraron en lo físico y caí. Lo malo de todo esto es que Naborí se alteró mucho y tuvieron que darle tranquilizantes y estuvo intranquilo hasta que volví a visitarle esa misma tarde, esta vez en silla de ruedas y amarrado a ella con un pocote de correas burlándome de nuestro viaje en moto.

Al verme soltó una de sus entrañables carcajadas de aquellas que tenía mucho tiempo que no le escuchaba. Esta vez se encontraba sentado en la camilla. Del tiro como siempre, tuvo que recolocarse el tubito de oxígeno que tenía en la nariz pues había salido disparado con la carcajada. Reí también por un buen rato. Al cesar la risa me acerqué nuevamente a la camilla de Naborí y le tomé nuevamente su mano y le dije “no he sido nadie antes de conocerte, ahora me has dado la oportunidad de inmortalizarme a través de tu ingenio y de tu amistad, no quiero nada del Inductor, salvo el reconocimiento histórico de estar allí contigo cuando lo diseñaste. Hay gente amigo mío, con más dinero del que tú estás a punto de recibir y al morir, su legado no durará más que el tiempo que tarden sus predecesores en gastarlo. En cambio, la nena, Kel-Ani, Antonio, Doménico y yo, entre otros, estaremos en los libros de historia hasta el final de los tiempos y apareceremos en ella cada vez que se quiera saber algo de Naborí Sforza Shikoku el inventor del Inductor”.

Naborí escuchó las últimas palabras que le dije con los ojos cerrados, las disfrutó letra por letra, sabía que lo que más le importaba a él, después del beneficio mundial de la implantación de la nueva tecnología, era el reconocimiento y un lugar en la historia. De repente, escuchamos un sollozo y allí estaba… la última de los tres chiflados que quedaba en pie

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Lloramos como media hora, las enfermeras entraban a inyectar a Naborí y salían llorando. Los familiares entraban a saludar y salían llorando. Los médicos decidieron que no era bueno que estuviéramos allí, pues deprimíamos a Naborí y estos… salieron llorando. Que alegría. De verdad. Ver a la nena a nuestro lado. Que falta nos hizo en todos estos meses. Que incertidumbre al no saber de ella, luego de lo que le pasó al picolino. Que falta nos hacía su hermosa sonrisa y su dulce trato. No se como explicarles, pero creo que nos dolió más reunirnos que separarnos, pues al separarnos no sabíamos que nos íbamos a extrañar tanto y casi no dolió, pero al reunirnos nos reprochamos el hecho de haber sido tan ciegos como para no saber cuanto nos necesitábamos y en consecuencia, nos dolió todo ese tiempo que no pasamos juntos… ¿Entendieron?. No importa.

Le conté todo lo que había pasado en esos días, inclusive Naborí desconocía muchos eventos que le habían ocultado para no preocuparle, como por ejemplo el que me quisieran volar en pedacitos muy pequeños, pues tres kilos de C4 para una persona es una exageración. Conté además, el viaje en moto desde Venezuela a Brasil, el rescate en helicóptero, todo. Recuerdo que la nena bromeó en ese momento diciéndome, tienes como para escribir un libro.

Guardé silencio mientras la nena hablaba de lo que le pasó mientras se auto-recluyó en su casa, pues se angustió mucho al no saber de nosotros y el no podernos llamar. Naborí se animó bastante, obviamente. Me excusé por un momento alegando que iba a almorzar. No tenía mucha hambre, pero pensé que Naborí querría estar sólo con la nena. Naborí me miró como diciéndome que no era necesario y que más bien prefería que me quedara con ellos. Atrapado en mi intento, me acomodé en la silla, como una vez él me enseñó a hacerlo. Les sonreí a ambos y empecé a comerme la insípida ración del enfermo para disimular.

Naborí también contó cosas que yo no sabía, como por ejemplo, la instrucción de no cederle nunca la patente a los gringos. Además que había decidido crear una fundación, con su nombre por supuesto, que se encargará de tomar alumnos sobresalientes de las escuelas públicas de Venezuela y ayudarles económicamente mientras culminen sus estudios universitarios, en donde la mamá fuese la presidenta y nosotros los encargados de la fundación.

Loable, pero aburrido. Pero en fin, no iba a discutir con él para no desanimarle. Lo que me estaba dando mala espina era el hecho que estaba hablando como si estuviera leyendo su testamento y así se lo hice saber. La nena concordó conmigo y le reprochamos su actitud. Éste aceptó el regaño pero me dijo… - tu mismo me dijiste que no iba a salir vivo de aquí… – iba a protestar cuando continuó diciendo – …lo que quiero decir, es que necesito que se encarguen de la fundación en Venezuela ya que no puedo salir de acá. Sabía que decía esto para tranquilizarnos, pero sabía además, que se estaba rindiendo ante las circunstancias. Seguidamente entraron las enfermeras y el doctor y nos mandaron a salir unos minutos.

Apenas la nena cerró la puerta tras de sí, empezó a llorar más desconsoladamente que antes. La tomé de la mano y me apresuré de alejarla de la puerta, para que Naborí no la escuchara. Nos sentamos en un banco cerca de la fuente central del hospital y la abracé. Supuse que estaba así por la impresión de haber visto a Naborí en esas condiciones, tan cambiado y disminuido. Lloró por largo rato. Por momentos lloraba con rabia e inclusive aún abrazándome me golpeaba la espalda con sus puños. La dejé que se desahogara totalmente. No la interrumpí ni con palabra, gesto o movimiento alguno. También yo necesitaba un abrazo. Bueno, uno de ella. Esa noche, regresó a Venezuela.

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Jamás en mi vida había visto tal cantidad de soldados en tiempos de paz, como los que vi al llegar a Corea del Norte. Era increíble. La mitad de la gente que veía, estaba uniformada de gris con algunas franjas rojas laterales y en la gorra. El gobierno NorCoreano sabiendo quienes éramos y en conocimiento del incidente de Arizona con el japonés, nos asignó una escolta (militar por supuesto). Casi era un batallón, con dos vehículos blindados o tanquetas, cuatro motos con dos ocupantes cada uno, tres vehículos de transporte de personas – Doménico y yo viajamos en el tercero – y ¡un helicóptero!. Vaya, con todo ese despliegue de seguridad, esa gente logró ponerme nervioso. Lo más difícil de la “locación” era, lograr que dejaran entrar al país los dieciséis delegados del Grupo Americano. Dos de ellos hubo que reemplazarlos pues fueron objetados por la “inteligencia” del estado Coreano.

En Kimch´aek, no hubo problemas. Ya el carro se encontraba allí. Mientras me encargaba de la caja A, Doménico intercambiaba algunas informaciones con los gringos. Usamos para la demostración una angosta pero larga carretera en medianas condiciones entre las localidades de Tae-Dong y Tong-Gol. Los americanos, menos reservados que los europeos, querían todos manejar el ahora mundialmente famoso Máverick. Después de negarnos rotundamente a la solicitud de los gringos, comencé con los “paseos” en grupos de tres hasta que por razones fortuitas de división, me tocó llevar a un solo pasajero en el último paseo. Éste, aunque excitado como los demás, apartó la vista del camino y sentí que me estaba evaluando o algo por el estilo. Al percatarme de ello, solté de improviso el “acelerador” del Máverick, lo que equivale más o menos a frenar y por razones de inercia y de reflejos puso ambas manos en el tablero del carro lo que permitió las fracciones de segundos necesarias para sacar una Beretta 9mm que llevaba escondida bajo mi pierna izquierda y apuntarle a la cara. Segundos después un contingente de soldados NorCoreanos rodearon al automóvil apuntando al dieciseisavo pasajero, quien se desmayó en el acto.

Pobre hombre, que mala suerte tuvo. Todos los gringos tenían la instrucción de que cualquiera que se encontrara sólo con el conductor del Máverick, le ofreciera un “bono” de esos que ofrecen en las licitaciones. Y como ya dije antes, fue de manera fortuita, ya que yo mismo escogí los grupos que me acompañarían en cada paseo. Después de recuperado del susto y estando todo aclarado, culminó con lo que nunca empezó en el carro. Me pidió una cuenta de banco en la cual el gobierno americano pudiese transferir el bono en cuestión. Coincidencialmente cargaba encima una modesta libreta de ahorros con unos pocos Euros, que debí aperturar como requisito para optar por la nacionalidad española. Ya Doménico me había alertado de esa posibilidad y me dijo que agarrara cualquier cosa que me dieran sin ningún remordimiento. Aún sabiendo que la licitación nunca la ganaría el Grupo Americano, permití que copiara el numero de la cuenta. Culminado el asunto del bono, el dieciseisavo en cuestión, pidió que nuevamente le diera el paseo pues no logró disfrutarlo la primera vez.

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Que pena, me comentó luego Doménico, esos gringos quedaron tan encantados, que seguramente la oferta será astronómica. Pero como ya te enteraste, ellos no ganarán -sentenció. Y entonces se me ocurrió una iidea y le pregunté a Doménico sobre su viabilidad. Esta consistía en hacerle firmar una cláusula a ambos oferentes, que obligue al que obtenga la patente, a implantar la plataforma en menos de cinco años. Naborí ni Doménico podían arriesgarse a quedar mal con los gringos, en caso que la oferta sea realmente muy por encima de la del Grupo Europeo-Asiático. Pues creerían o realmente se darían cuenta que la decisión ya estaba tomada antes de empezar todo el proceso de licitación. El italiano estuvo de acuerdo conmigo en esto último y con respecto a la idea, le consultaría a un amigo con conocimientos en derecho internacional y tratados multinacionales para asesorarse. Doménico pellizcó una de mis mejillas en señal de reconocimiento de una buena idea. Al parecer la idea le pareció muy buena, porque me pellizcó muy duro.

En esa semana la Oficina Nacional de Patentes del Gobierno de Italia otorgó al ciudadano Naborí Sforza Shikoku, la patente número PRTS-2677-00, que lo declara como único inventor y dueño de lo que se dará a conocer al mundo como “El Inductore”. Entre la noticia, la alegría y los muchos visitantes, Naborí enfermó. No tuvo las precauciones exigidas por los médicos con respecto a las visitas. Contrajo una gripe severa que lo postró nuevamente en la cama aislado de todo y de todos. Sobrevivió a ella pero perdiendo total y para siempre la voz. El viejo Antonio muy molesto por la irresponsabilidad de Naborí, esterilizó una pistola y se la colocó bajo el colchón diciéndole… no nos hagas sufrir, si te quieres matar, pégate un tiro.

Todo estaba listo para la licitación. Patente otorgada. Demostración satisfactoria. Oferentes dispuestos a entregar hasta el último dólar. Y el dueño queriendo vender.

Al día siguiente me reuní con Naborí en la sala de terapia intensiva del hospital. Con señas y notas en una libreta me dijo, que debía aprenderme el email y el password de la cuenta en donde se encontraba la información completa del Inductor. Estaba preocupado, pues se había llevado un gran susto con la gripe tan atroz que contrajo y empezó a temer realmente en morir y además de eso en llevarse consigo la información necesaria para la realización completa del dispositivo. Realmente siempre se había planteado el escenario, que cuando se empezara a producir el inductor él estaría allí dirigiendo los procesos. Pero ahora dudaba siquiera llegar vivo a la preparación de la plataforma necesaria para la migración de la tecnología vieja a la nueva. De allí que hizo que su mamá “tatuara” en su cuerito la cuenta y la clave de acceso, pero temía que se lo encontraran, lo perdiese o algo por el estilo, entonces hizo llamar a su mamá y esta me dio el cuerito en cuestión, tomé nota del email y luego, por instrucciones de Naborí, corté o perforé esa parte del cuerito en donde estaba escrita la cuenta. Más tarde memoricé la información y quemé el cuerito y la hojita en donde lo había anotado anteriormente. A decir verdad, memoricé toda la información del cuerito e inclusive copié las palabras japonesas que allí estaban.

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El veinticuatro de Diciembre del año dos mil llamé, a mi mamá en Venezuela para desearle Feliz Navidad y decirle además que me encontraba bien. Ella por su parte, me contó que la detuvieron por cuarenta y ocho horas interrogándole por mi paradero pues todos los servicios de seguridad del estado venezolano me estaban buscando por subversivo y traidor a la patria. Me alertó diciéndome que no regresara a este país mientras ese loco estuviese mandando. La tranquilicé diciendo que nada tenía que hacer e Venezuela y mucho en Italia. Le dije además que aguantara pues todas estas incomodidades valdrían la pena. Aún faltaban tres días para la licitación.

Doménico y yo salimos muy temprano a casa del amigo abogado, quien ratificó la posibilidad de incluir una cláusula de compromiso al comprador del Inductor, e inclusive nos entregó un ejemplo de contrato tal y como debía plantearse sobre el papel. Contento por ello le dije a Doménico que llamara a Naborí al hospital para comunicarle la noticia, que a mi entender, podría mejorar la concepción que tenían los europeos de las intenciones del creador del Inductor, ya que estos creían que todo esto lo estaba haciendo, por todo el dinero que él pudiese colectar. Claro, mi idea de la cláusula era para no despreciar la súper-oferta de los gringos, sin embargo esa era mi intención, no la de Naborí.

El italiano sugirió que fuésemos al hospital ya que ni Naborí, ni el viejo Antonio contestaban sus teléfonos móviles. Lo entendía de Naborí, pero del viejo Antonio, me preocupó. Doménico le restó importancia al asunto, presumiendo que estarían en alguna terapia de Naborí, juntos. Estuve de acuerdo y nos enrumbamos al hospital. En el trayecto, el italiano decidió llamar a su casa para preguntar si querían que lleváramos algo pues pasaríamos por allí camino al hospital. Nadie contestó. Intentó de nuevo. Nada.

¿Qué? Acelera - le dije - está pasando algo. Claro que estaba pasando algo, en esa casa nunca estaban menos de diez personas, además que tienen dos líneas telefónicas una pública y una privada que ni yo me sabía el número. Mierda. Una gran columna de humo se divisaba a un par de kilómetros antes de llegar a la villa de los Estelutto, era evidente que el fuego pertenecía a la casa ya que esta, se encontraba en medio de 10 hectáreas de terreno y la casa más cercana estaba a varios kilómetros de la casa del italiano. Dijo varias cosas en italiano y sin perder la calma manejó el resto del trayecto muy concentrado.

Seis columnas de gruesas piedras, más la chimenea también de piedra, era lo único en pie de la casa, el resto, que era de madera… no estaba. Saltamos del carro y corrimos hacia lo que identifiqué como el chofer guardaespaldas del hermano mayor de Doménico, a quien reconocí por el pasamontañas verde manzana que siempre usaba. En efecto era él. Muerto sobre un gran charco de sangre. No quise ver cuando Doménico halándolo por el brazo le dio la vuelta. Maldijo en italiano y soltándolo corrió por el resto de la casa. Mareado por el reguero de sangre, preferí subirme al automóvil, además que estaba aterrorizado de lo que parecía ser una matanza. Sentí lástima por Doménico, el hijo había desaparecido hace poco en un país lejano con pocas probabilidades de encontrarlo y ahora esto.

Encendí el vehículo lo coloqué en dirección de la salida, si el italiano no aparecía en dos minutos, me iría de allí. ¿Miedoso? Si. Cinco minutos después, decidí, con el carro por su puesto, dar una vuelta por la casa a ver si veía al italiano antes de irme. Estaba como a setenta metros de la casa en dirección al bosque de cítricos de Doménico, y allí estaba, arrodillado en el piso con el pecho desnudo. Al ver a mi alrededor, varios cuerpos agrupados por el área en donde aún se encontraba la hamaca venezolana, yacían en el piso tapados con el “sobre todo”, el saco, el sweter y la camisa de Doménico. Parecían dormir. No quise acercarme para ver quienes eran. Esperaba a que el italiano regresara o me viera para ver que íbamos a hacer. Al momento que decidí irlo a buscar en el carro, se levantó, creo que se persignó y dió media vuelta. Atrás dejó a alguien, presumo que la sobrina por el tamaño, que había cubierto con la franelilla que le quedaba encima. Al verme apresuró el paso y casi corriendo regresó al automóvil. Antes de llegar me gritó ¡Abre el cofre! Sin preguntar accioné el botón que lo abría y esperé. No creo que haya llorado. Por la ranurita que quedaba al abrir la maleta del carro, pude ver que se estaba cambiando los pantalones ensangrentados con otros que llevaba atrás, con el teléfono sostenido por la cabeza y el hombro, habló en italiano con alguien. Cerró la maleta dejándome conducir, y con voz calmada pero imperativa me dijo ¡al hospital!.

No dijo nada en el trayecto, mientras tanto sacó dos pistotas 9mm que evidentemente había recogido de la maleta del carro y agachándose bajo el asiento sacó dos cajas de proyectiles, destapó una de ellas, la miró, la cerró y la volvió a colocar bajo el asiento, abrió la otra y con ella comenzó a llenar los “peines” de las dos pistolas, más un peine adicional que colocó luego en el bolsillo lateral de la chaqueta, que también sacó de la maleta del carro.

Cuando llegamos al hospital me puso una pistola en la mano, la agarré instintivamente y guardándomela en la parte trasera del pantalón le seguí por el estacionamiento del hospital. Ensombreciendo más el panorama, tres carros de los carabinieris estaban atravesados en la entrada de emergencias, con varios de ellos apostados en varios lugares e inclusive vi a dos en el techo del tercer piso con armas largas. Alarmado le dije a Doménico que nos íbamos a meter en problemas si tratábamos de entrar y nos detectan las pistolas, sin voltear ni aminorar el paso me dijo… yo los llamé.

Pasamos por la recepción del hospital y la enfermera solamente atinó a bajar la mirada cuando vió al italiano. Malo, muy malo se veía el escenario. Apenas podía seguirle el paso sin correr. Por el pasillo antes de llegar al cuarto de Naborí un carabinieri, presumo que de alto rango, se apresuró a salirle al paso y en italiano (por su puesto) le informó lo que había pasado, Doménico aminoró el paso pero no se detuvo hasta llegar al cuarto de Naborí. Dándole las gracias al oficial, entró al cuarto cerrando la puerta tras de sí. Empecé a hacer preguntas al oficial y por lo que pude entenderle, a Naborí y al viejo Antonio los habían secuestrado hace pocos minutos.

Hay cosas que la mente humana procesa tan rápidamente que ni el mismo dueño de esa mente sabe qué es, ni el por qué de esa respuesta a ese inesperado procesamiento. Pues bien, de repente comencé a buscar por todo el hospital una computadora con acceso a Internet. No se si fue suerte o si todas las computadoras tenían acceso a Internet, pero en la primera que me senté, me pude conectar. Entré a la cuenta que había memorizado del cuerito de Kel-Ani e inmediatamente le cambié la clave de acceso. El Inductor estaba a salvo ahora. Escribí un email con muy pocas palabras diciendo que a Naborí y a su padre lo habían secuestrado y lo mandé a toda mi lista de correos. Lo que no pensé en ese momento fue en la posibilidad que estuviesen amenazando a Naborí con matar a su padre a menos que les entregara la información del Inductor y que, éste, ya dispuesto a entregar la información para que no lo mataran, no pudiese entrar a la cuenta pues (el de la mente brillante) había cambiado la clave. 

Regresé al cuarto de Naborí y la puerta estaba entreabierta y pude ver al oficial de espaldas hablando con Doménico y al fondo pude ver a  ¡Kel-Ani!. ¡Estaba allí! ¿Cómo pude olvidarme de ella? ¿Dónde estaba cuando se llevaron a su familia? Pensé que ella había tenido mucha suerte de no haber estado ni en la casa ni en el hospital cuando sucedieron los hechos.

No fue así. Ella si estuvo sentada justo donde estaba sentada ahora, cuando un grupo de cinco italianos con indumentaria de médicos y enfermeros, irrumpieron en el cuarto y sin decir ni una sola palabra, uno de ellos apuntó a la cabeza de Naborí y otro a la cabeza de Kel-Ani, estos dos entendieron que debían guardar silencio y “colaborar”. Amordazaron y durmieron al viejo Antonio en una silla de ruedas y a Naborí lo llevaron en otra. El último de los enfermeros esperó dos minutos para salir del cuarto y llevando el índice en dirección de sus labios le recordó a Kel-Ani que guardara silencio.

Todo esto me lo contó luego que Doménico se fue y me dejó a cargo de ella. Unas enfermeras llegaron posteriormente con unos tranquilizantes dispuestas a dárselos, pero una sola mirada bastó para que desistieran de la idea y se retiraran. ¿Cómo sabe usted que eran italianos? Si con la mascarilla y sin decir nada era más difícil su identificación. ¿Por qué no llamó a la policía, apenas salieron del cuarto? ¿Por qué no hizo algo?

Mira “pelúo” - así me decía por mi cabellera y porque era más fácil para ella decirme así por su marcado acento, que llamarme por mi nombre, además que el primer día que me llamó así duré como dos horas riéndome, por la ocurrencia y el abuso de alguien, a quien yo le profesara el mayor respeto del mundo. – Ellos ya están muertos o van a morir – sentenció - Lo sé pues lo ví en la mirada de “esa gente”. Que ¿por qué no hice nada?, Simplemente no quería que la última imagen que tuviera de su madre, era que viera cuando la asesinaran. Claro que eran italianos, recuerda que he pasado tres cuartas partes de mi vida entre ellos. No se que está pasando aquí – continuó – esto no tiene sentido. ¿Por qué a los dos? ¿Por qué no a mi también?

Nunca le tembló la voz y ni siquiera lágrima alguna intentó manar sus ojos. Creo que ni intentó reprimir el llanto o la angustia, simplemente su dolor se estaba manifestando en alguna forma transparente y desconocida para mi. Me tocó, después de todo, informarle sobre los terribles hechos sucedidos en la Villa Estelutto, al hacerlo su cara por fin mostró un trazo de tristeza y solamente dijo… pobre Doménico. Suspirando profundamente y como despejándose malos presagios de su cabeza, dijo – Debemos salir de aquí… corres peligro.

¿Yo? Claro. Faltaba yo. Al percatarme de ello, el pánico y el nerviosismo, se apoderó de mi. Si no lograban sacarle la información a Naborí vendrían por mi. Me senté en la silla donde antes estuvo sentada Kel-Ani a pensar y tranquilizarme. No sabía que hacer. Si intentaba hacer algo para salvaguardarme tendría que abandonar o dejar de hacer cosas que ayudarán a Doménico y a Kel-Ani. Nuevamente y por tercera vez en su vida, parada frente a mi, me abrazo poniendo mi cabeza en su pecho y despeinándome me dijo… tranquilo, vas estar bien. No pude mas. Me percaté que en la frase ya no mencionaba a Naborí. Que a pesar de todo lo que ella estaba pasando, aún se preocupaba de mi estabilidad emocional. Que grande. Que… ¿loca?

Antes de salir me acordé de algo, regresé a la cama de Naborí, levanté el colchón y lamenté haber encontrado aún el arma que el viejo Antonio le había dado a Naborí. La tomé y salimos del cuarto. Cuatro carabinieris, custodiaban el pasillo y uno estaba sentado a la entrada de la habitación. Intercambiaron unas palabras con Kel-Ani y esta muy molesta, me tomó de la mano y me haló hacia la salida del hospital. Uno de ellos habló por radio e impartió a los demás una serie de instrucciones que no entendí pero que hicieron enfurecer más a la pequeña japonesa. Al salir, ya se encontraba en la entrada del hospital un patrulla con un oficial abriendo la puerta para que entráramos, Kel-Ani vió a ambos lados y al no ver más alternativas, resopló de ira e imperativamente me dijo… súbete.

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En su italiano muy particular hizo que nos llevara a la estación de trenes de Pisa. Estando allí me dijo que llamara a Doménico y le dijese que no se preocupara por nosotros, que saldríamos del país y que luego le llamaríamos para saber del viejo Antonio y de Naborí. Esto último lo dijo como una formalidad ya que no esperaba saber nada bueno de ellos. Doménico no le gustó nada el proceder de Kel-Ani pero sabía que no había nada que hacer conociendo la terquedad de la señora. Me pidió, a decir verdad, me rogó que no la dejara sola, ya que no sabía si ella se convertiría, en la única familiar con vida que le quedaba.

Florencia (Firenze), Bolonia (Bolognia), Parma, Fueron algunas de las paradas antes de llegar al aeropuerto de Milan (Milano), a las seis treinta de la mañana del veinticinco de diciembre. Trescientos sesenta kilómetros de silencio y tristeza. La natividad del niño Jesús impregnaba a todos los transeúntes del aeropuerto quienes estaban deseosos de volver con sus familiares. En cambio, nosotros debíamos alejarnos de los nuestros.

Kel-Ani nunca se preocupó de llevar dinero encima, siempre estaba con el viejo Antonio, con Naborí y últimamente con Doménico que siempre pagaban todo, en esta oportunidad las cosas se le estaban poniendo duras pues le advertí que me quedaba en mi indestructible koala, tres mil setecientos dólares, suficientes para dos pasajes de avión a cualquier lugar de Europa y una semana de hotel. Nada más.

Me miró a los ojos por un rato. Como viendo de que era capaz, y si valía la pena el riesgo de seguir juntos, pues de capturarnos a los dos, la historia del Inductor quedaría casi totalmente sepultada salvo por Doménico, quien era poco lo que podía hacer. Debíamos buscar viejas raíces familiares que nos tendieran la mano en este momento en que ninguna parte del mundo era segura para los dos. Teníamos dos alternativas, viajar a Tenerife (tres mil kilómetros) con los que nos quedaría dinero para unos días en un hotelito regular, o a Tokio (nueve mil setecientos kilómetros) e irnos caminando desde el aeropuerto hacia cualquier dirección que decidiésemos tomar pues quedaríamos sin un centavo. Sin dejar de mirarme me dijo… decide tú.

A decir verdad me hubiese gustado ir a Japón y encontrar a los familiares de Kel-Ani, pues estos podrían distraerla con historias que después de treinta y tantos años serían muchas y ella también tendría cosas que contar. Pero era muy arriesgado. Tachimata, poblado donde estaba la familia de Kel-Ani quedaba a quinientos kilómetros al norte de Tokio, además que había que pasar ciertamente medio día caminando para llagar a la comuna, pues el camino transitable más cercano estaba a quince kilómetros y el trayecto era muy difícil y escabroso. Como luego lo comprobé.

El viajar por tren nos permitía mantener mejor el anonimato que el viajar por avión, aunado al hecho que resultaba más barato, pues aprovecharíamos el mismo costo del pasaje para dormir y comer durante los tres días que tardaría en recorrer los mil trescientos kilómetros en llegar a Pamplona, España. Opté por esa salida después de una hora revisando itinerarios y rutas. Por otra parte había desistido de buscar a algún pariente por temor a involucrarlos en algún problema, además que, realmente no creo que estén muy dispuestos a ayudar a alguien que no conocen. Le comuniqué el plan a Kel-Ani y estuvo de acuerdo.

Llamé a Doménico para decirle en donde estaríamos y éste, muy alterado, me dijo que habían encontrado los cuerpos de Naborí y Antonio a tres kilómetros del hospital con sendos disparos en la frente. Que haría los arreglos funerarios necesarios pero que no era prudente que Kel-Ani regresara. Me sugirió que siguiera con mi itinerario y que le llamara al llegar a Pamplona. Y que si era posible, no le dijese nada todavía. Admito que soy la peor persona del mundo en ocultar cualquier cosa que me pase por la mente pues mi cara es una gran pantalla de cine que refleja mi interior. Como creen que se puso mi cara cuando el italiano me dice que mataron a mi mejor amigo y a su padre y que me encargue de cuidar a la madre y esposa de estos. Al voltear en dirección de la señora, me encontré con su mirada serena pero inquisidora. Mis ojos se llenaron automáticamente de un torrente incontrolable de lágrimas, colgué el auricular como pude, me arrodillé y la abracé nuevamente buscando el consuelo de la persona más afectada por estos sucesos. ¿Los dos? – preguntó, y sin poder decir nada asentí con la cabeza ya clavada en su pecho.

---ooo---

Al segundo día de viaje en tren, más sosegado y tranquilo, pude evaluar la situación y plantearme una serie de hipótesis al respecto. ¿Por qué matar a Naborí si querían al inductor? ¿Por qué dejar a Kel-Ani en el hospital si podían usarla para presionarle? ¿Por qué matar a todos en la Villa Estelutto? ¿Habrá sido culpa mía por cambiar la clave y no poderles dar lo que pedían?

Ante esta última interrogante me detuve por un rato para tratar de descartarla porque creo que no hubiese podido vivir con ese remordimiento de conciencia. A pesar de haber sido una enorme estupidez haber cambiado la clave, por lo que ello podía acarrear, esto definitivamente no tuvo nada que ver, pues si lo encontraron a tres kilómetros del hospital pocas horas después del rapto, no tuvieron tiempo de haber revisado correo alguno, ni lugar, según pude constatar después al regresar a Livorno.

Al llegara a Pamplona instalé a Kel-Ani en una pequeña posada y le pedí que descansara mientras llamaba a Doménico, me dirigió una dulce sonrisa y salí. Antes de llamarle decidí revisar mis correos por Internet. La capacidad de mi correo estaba exhausta. La mitad de los trescientos correos pertenecían a los grupos oferentes de la licitación. Los marqué todos y los borré sin leerlos. Borré otro tanto que identifiqué como de Spam. Al final decidí borrar todos y dejar los dos que tenía de la nena.

Los dos, enviados en días consecutivos hasta esa mañana del veintiocho de diciembre, mostraban la misma preocupación, pues no obtenía respuesta de los correos enviados a Naborí, quien le escribía casi a diario y peor aún, cuando llamó al hospital no supieron darle respuesta.

En fin, como ya dije antes, el tacto y la delicadeza no son características que me describen y en consecuencia le escribí sin mayores reparos lo siguiente, lo voy a “pegar” pues aún lo conservo desde que se lo envié:

> Hola chamita, te tengo puras malas noticias

> desde acá. Naborí murió, es decir, lo mataron junto

> a su padre.

> Ese mismo día en la mañana

> asesinaron a toda la familia de Doménico

> e incendiaron su casa. Nosotros (Doménico y yo)

> nos salvamos de suerte pues nos encontrábamos

> haciendo unas diligencias inherentes a la

> licitación del inductor. Ah, se me olvida,

> Kel-Ani está aquí conmigo en algún lugar de

> España, escapando. Lo está tomando

> a su manera, pero creo que está bien para

> el tamaño de la desgracia que está pasando.

> Disculpa lo directo del mensaje, pero es bueno

> que tomes tus previsiones pues aún no sabemos

> hasta donde llega este exterminio de todo

> lo cercano al Inductor.

> La licitación iba a ser ayer pero ya no sé

> qué hacer. Esperaré instrucciones de

> Doménico sin embargo preferiría salir de

> todo esto haciendo lo que Naborí amenazó

> con hacer, recuerdas, eso de regalar toda

> la información a través de correos

> electrónicos, se lo consultaré a Kel-Ani

> a ver que piensa al respecto. ¿Puedes

> creer que con todo eso que le ha pasado

> a ella aún le preocupe el como estoy

> tomando las cosas?.

> Mientras te escribo esto estoy

> recibiendo una catarata de correos de

> los oferentes, creo que ya saben que Naborí

> murió y quieren saber que va a pasar con el

> Inductor, como ya te dije esperaré instrucciones

> de Doménico.

> Siento pena por él, no le quedó nadie, pues ni

> siquiera le dio tiempo al picolino de preñar a su

> mujer para que por lo menos le quedase un nieto.

> De allí que me haya encomendado que cuidara a

> Kel-Ani, pues “es la única familia que me queda”,

> que pena.

> Bueno me da pena toda esta vaina pero además de

> eso estoy muy asustado pues creo que soy el

> próximo de la lista, en tal sentido si consigo

> algo de dinero me exiliaré al pueblo natal de

> Kel-Ani, te digo esto sin miedo, porque las únicas

> personas que sabían la comuna natal de ella, han muerto.

> Aprovecho estas palabras para decirte que te amo,

> creo que siempre te amé, aunque las circunstancias

> nos halaban en diferentes direcciones, como ahora.

> No se si te vuelva a ver o a escribir, espero que si. No se

> que va a pasar con nosotros. De algo estoy seguro,

> cuidaré a Kel-Ani mientras esté vivo o hasta que ella

> me mande pál carrizo. Cuídate.

 

 

Nuevamente le eché una ojeada a los correos, escogí varios al azar esperando que entre ellos se encontraran oferentes de los dos grupos. Escribí una nota y se los envié a todos ellos. “El creador del Inductor ha sido asesinado, estoy esperando instrucciones del coordinador de la licitación a ver cuales serán las acciones a seguir. Gracias.”

Conseguí pocos pasos después, un centro de comunicaciones. Llamé a Domenico y éste con voz sepulcral me dijo… tenemos que hablar. Le empecé a contar que Kel-Ani se encontraba bien pero me interrumpió preguntándome que dónde estábamos, sugerí que era inconveniente decir nuestra localización por teléfono, a lo que el nuevamente interrumpiéndome me dijo que confiara en él, que no había problema. De acuerdo. Le dije que nos encontraríamos el treinta de diciembre a las tres de la tarde, en la estación del ferrocarril de Zaragoza, antes de colgar me dijo que llevara a Kel-Ani pues con ella también quería hablar.

No sabía cuales eran las circunstancias que rodeaban a Doménico en ese momento, por eso escogí a Zaragoza para el encuentro. Le expliqué a Kel-Ani la extraña actitud de Doménico a lo que ella muy confiada, dijo que me acompañaría para hablar con él. ¿No pensarás – me reprochó dulcemente – que a estas alturas Doménico nos va a traicionar? ¿Crees que aún le queda alguien con lo cual le puedan obligar a traicionarnos? Era cierto. Por tercera vez volví a desconfiar del italiano. Nunca aprendí la lección.

Llegó el día y de todas maneras le pedí a Kel-Ani que se mantuviera en un hotelito que rentamos cerca de la estación y que le llamaría si todo estaba bien. Al llegar, Doménico me abrazó largamente. Tenía una cara de aprehensión y culpa. Estaba destruido, tenia barba de varios días. Vió a mi alrededor y me pellizcó la mejilla como la vez de la cláusula. Muy bien, muy bien. -  MMurmuró – Así quiero que cuides a Kel-Ani, sin embargo por lo que te voy a contar ya no es necesario. Estoy pasando por lo peor que le puede pasar a un ser humano. Y es que lastimen a alguien que uno quiere por errores del pasado. Esta matanza no tiene nada que ver con el Inductor. Por eso los italianos no le hicieron nada a Kel-Ani en el hospital. Se trata de los Constanza. Esta familia hace muchos años me acogió en su seno, pero por algunos hechos y circunstancias tuve que separarme de ellos. Esta acción fue tomada como traición y yo debía morir. Decidí no ser uno más de los muertos de la mafia y acabé con toda la familia Constanza. Por lo menos eso creí. Genaro Constanza, estudiaba en Nueva York cuando todo esto sucedió. Es evidente que todos estos largos veinte años estuvo preparando su venganza y escogió según puedo entender, el mejor momento para ello. Se enteró de la licitación e inclusive logró que algunos personeros pagados del gobierno italiano, pospusieran el otorgamiento de la patente, mientras se terminaba de afinar la logística diseñada por Constanza. En resumidas cuentas Genaro Constanza eliminó cualquier rastro de los descendientes o amigos italianos de los Esteluttos. Eso incluye a los doce muertos que fueron encontrados en cuatro provincias italianas, todos pertenecientes a la familia Estelutto en las últimas cuarenta y ocho horas. El desgraciado logró inclusive con sobornos y presiones burlar el cinturón de seguridad diseñado por los países oferentes. Seguramente a mi no me van a matar, pero llevaré esta maldición hasta mi muerte, pues si me involucro o me asocio con alguien, éste morirá. Imagínate – continuó diciendo – como me siento al ver asesinada a toda mi familia y mis mejores amigos por culpa mía. Los Sforza, que desinteresadamente nos tendieron la mano, pagaron por eso. ¿Cómo le explico eso a Kel-Ani? ¿Cómo le digo que su hijo y esposo fueron asesinados por mi culpa? – Se echó hacia atrás en su asiento y con la mirada fija hacia un punto cualquiera entre él y yo, casi lloró, pero su creciente demencia lo distrajo y se lo impidió. Sin dar ninguna explicación, se levantó de su silla y se alejó del lugar silbando alguna tonada desconocida. No le ví nunca mas. Kel-Ani lamentó no haber estado allí para ayudarle. Opiné que fue mejor para los dos, no haberse encontrado.

Ahora yo quedaba a cargo de todo… pero como esta historia no se trata de mi, sino del sueño de Naborí… hasta aquí les voy a contar, pues aunque es un tema debatible, ciertamente… los sueños mueren con sus soñadores.

 

Fin

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


GLOSARIO DE TÉRMINOS Y VENEZOLANISMOS.

 

 

Arrecho          Molesto, furioso, iracundo.

Caletrearnos Aprenderse palabra por palabra un determinado texto, a veces sin entender su contenido. Ejercicio muy usado por los estudiantes de bachillerato para estudiarse conceptos, teoremas  y/o fórmulas

Carajo(a)       Dependiendo de su contexto podemos enunciar algunos ejemplos y su significado. Carajo en general significa persona, mujer u hombre, carajito(a) niño o niña. No sirve para un carajo, es como no sirve para nada. Ese carro está del carajo, es decir, está excelente. Vete pál carajo, es como, vete bien lejos. Significa exactamente lo mismo que decir “vete pál coño”, aunque si se le agrega a esta última oración las palabras “de tu madre”, siempre estas son las últimas palabras que se escuchan antes de empezar una coñaza o golpiza.

Careculo        Persona con mal talante.

Chapitas        Juego de béisbol entre dos personas (regularmente vagos y sin oficio) que consiste en que uno lanza tapas de refresco o cerveza y el otro trata de batearlas con un palo de escoba roto.

Clavada         Reprobar un examen de manera tal, que es comparado con una penetración dolorosa.

Coño de su madre. En España dicen concha de su madre. Expresión que en Venezuela es muy ofensiva cuando la dicen dos personas que están discutiendo. Acción de “mentar” a la madre de quien recibe el insulto. Si se usa en tono cariñoso, significa que es un “jodedor” o un pícaro.

Dejarle el pelero. Expresión que significa, sacarle excesiva ventaja al que le sigue.

Enratonados En Venezuela a la resaca post-borrachera se le llama “ratón”.

Escoñetaba.  Escoñetar. Romper, destrozar, demoler, destruir. (viene del “coño”)

Gocho            Persona que vive en la región andina de Venezuela, del cual se dice que son brutos.

Gurrufío          Juguete realizado con material de desecho, que consiste en atravesar por dos huequitos una chapa de refresco o cerveza, previamente aplanada y afilada, con una cuerda muy delgada, para que… no importa, es un juguete de pobres.

Jalar bolas     Rogar, adular.

Jamaqueó     Sacudió, bataqueó, zarandeó.

Lechúo          Persona afortunada con mucha suerte. Viene de la palabra leche que anteponiéndole mala o buena, dependerá la suerte que tiene el sujeto.

Lochas           Moneda de bajísima denominación equivalente a doce centavos y medio, descontinuada hace más de treinta años. Dos de ellas equivalen a Medio Real (o conocidos comúnmente como medios), cuatro de ellas hacen efectivamente un real, y ocho un Bolívar.

Mentepollo     Dícese de personas con gestos y acciones infantiles o inmaduras.

Mollera           Cenit de la cabeza. En los recién nacidos es la parte muy blanda del cenit de la cabeza que tarda varios meses en cerrarse.

Nuevones      Término utilizado para dirigirse peyorativamente a los estudiantes recién ingresados a la universidad. Lit. contracción gramatical que reúne Nuevo con Güevón. (ver won)

Palo de agua            Torrencial aguacero. Se usa a veces para describir la misma impotencia que uno padece cuando se encuentra mojándose bajo la lluvia, y cuando le están regañando con justificada razón.

Panas            Amigos, compañeros. Panita, panal, panadería.

Parranda       Fiestas, celebración, bochinche, rumba, guateque, barranco.

Pea                 Estado de ebriedad avanzada. También se le conoce como: Borrachera, rasca, curda, cuerpo cobarde.

Pelándole      los ojos. En este caso el verbo pelar se usa para decir que abrió exageradamente los ojos. Pelar en venezolano significa muchas cosas dependiendo del contexto. Ejemplos: Pelando bola significa estar sin dinero, peló bola o peló gajo significa que murió, si le dicen a un niño “te van a pelar” significa que le van a dar un paliza o a golpear, si dicen “me voy a pelar” es que se van a cortar el cabello, si te dicen que “te van a pelar” es que te van a quitar todo el dinero en juegos de envite y azar.

Peo                 Problema de difícil solución. A pesar que no es el macho de la pea, sin embargo al decir “estoy peo” quiero decir que estoy borracho. Peo también se le llama a las flatulencias, por ejemplo ¡!FO!! se tiraron peo, ¡corran!…

Perolero         Conjunto de peroles, corotos, cachivaches, etc.

Ponchada      Término beisbolero que se le atribuye a las personas que no “pegaron” una en algún determinado evento.

Rodaron        Término hípico que indica que caballo y jinete cayeron en plena carrera. Se usa también para decir que alguien no pudo lograr su objetivo.

Sifrina(o)        Dícese de los jóvenes que además de ser hijos de familias adineradas, les gusta vivir super cómodamente bien. 

Vaina             Voz latinoamericana que significa cualquier vaina.

Vivenciales    Jornadas de ambientación de los nuevos estudiantes a la Universidad Simón Bolívar, para conocer sus instalaciones, conocer a sus próximos condiscípulos, etc. Esta actividad es normalmente coordinada por estudiantes de los últimos años.

Won               Apócope de güevón. Muchacho. Hombre. Joven medio gafo, a pesar que literalmente significa, hombre de pene grande.