Morelliana

¿Qué es en el fondo esa historia de encontrar un reino milenario, un edén,
un otro mundo? Todo lo que se escribe en estos tiempos y que vale la pe-
na leer está orientado hacia la nostalgia. Complejo de la Arcadia, retorno
al gran útero, back to Adam, le bon sauvage (y van...), Paraíso perdido,
perdido por buscarte, yo, sin luz para siempre
... Y dale con las islas
(cfr. Musil) o con los gurús (si se tiene plata para el avión París-Bombay)
o simplemente agarrando una tacita de café y mirándola por todos lados,
no ya como una taza sino como un testimonio de la inmensa burrada en
que estamos metidos todos, creer que ese objeto es nada más que una ta-
cita de café cuando el más idiota de los periodistas encargados de resu-
mirnos los quanta, Planck y Heisenberg, se mata explicándonos a tres
columnas que todo vibra y tiembla y está como un gato a la espera de dar
el enorme salto de hidrógeno o de cobalto que nos va a dejar a todos con
las patas para arriba. Grosero modo de expresarse, realmente.

La tacita de café es blanca, el buen salvaje es marrón, Planck era un ale-
mán formidable. Detrás de todo eso (siempre es detrás, hay que conven-
cerse de que es la idea clave del pensamiento moderno) el Paraíso, el
otro mundo, la inocencia hollada que oscuramente se busca llorando, la
tierra de Hurqalyã. De una manera u otra todos la buscan, todos quieren
abrir la puerta para ir a jugar. Y no por el Edén, no tanto por el Edén en
sí, sino solamente por dejar a la espalda los aviones a chorro, la cara de
Nikita o de Dwight o de Charles o de Francisco, el despertar a campa-
nilla, el ajustarse a termómetro y ventosa, la jubilación a patadas en el
culo (cuarenta años de fruncir el traste para que duela menos, pero lo mis-
mo duele, lo mismo la punta del zapato entra cada vez un poco más, a
cada patada desfonda un momentito más el pobre culo del cajero o del
subteniente o del profesor de literatura o de la enfermera), y decíamos
que el homo sapiens no busca la puerta para entrar en el reino milenario
(aunque no estaría nada mal, nada mal realmente) sino solamente para
poder cerrarla a su espalda y menear el culo como un perro contento
sabiendo que el zapato de la puta vida se quedó atrás, reventándose
contra la puerta cerrada, y que se puede ir aflojando con un suspiro el
pobre botón del culo, enderezarse y empezar a caminar entre las florcitas
del jardín y sentarse a mirar una nube nada más que cinco mil años, o
veinte mil si es posible y si nadie se enoja y si hay un chance de quedarse
en el jardín mirando las florcitas.

De cuando en cuando entre la legión de los que andan con el culo a cuatro
manos hay alguno que no solamente no quisiera cerrar la puerta para pro-
tegerse de las patadas de las tres dimensiones tradicionales, sin contar las
que vienen de las categorías del entendimiento, del más que podrido prin-
cipio de razón suficiente y otras pajolerías infinitas, sino que además estos
sujetos creen con otros locos que no estamos en el mundo, que nuestros
gigantes padres nos han metido en un corso a contramano del que habrá
que salir si no se quiere acabar en una estatua ecuestre o convertido en
abuelo ejemplar, y que nada está perdido si se tiene por fin el valor de
proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de nuevo, como
los famosos obreros que en 1907 se dieron cuenta una mañana de agosto
de que el túnel del Monte Brasco estaba mal enfilado y que acabarían sa-
liendo a más de quince metros del túnel que excavaban los obreros yugos-
lavos viniendo de Dublivna. ¿Qué hicieron los famosos obreros? Los fa-
mosos obreros dejaron como estaba su túnel, salieron a la superficie, y
después de varios días y noches de deliberación en diversas cantinas del
Piemonte, empezaron a excavar por su cuenta y riesgo en otra parte del
Brasco, y siguieron adelante sin preocuparse de los obreros yugoslavos,
llegando después de cuatro meses y cinco días a la parte sur de Dublivna,
con no poca sorpresa de un maestro de escuela jubilado que los vio apa-
recer a la altura del cuarto de baño de su casa. Ejemplo loable que hubie-
ran debido seguir los obreros de Dublivna (aunque preciso es reconocer
que los famosos obreros no les habían comunicado sus intenciones) en
vez de obstinarse en empalmar con un túnel inexistente, como es el caso
de tantos poetas asomados con más de medio cuerpo a la ventana de la
sala de estar, a altas horas de la noche.

Y así uno puede reírse, y creer que no está hablando en serio, pero sí se
está hablando en serio, la risa ella sola ha cavado más túneles útiles que
todas las lágrimas de la tierra, aunque mal les sepa a los cogotudos empe-
cinados en creer que Melpómene es más fecunda que Queen Mab. De
una vez por todas sería bueno ponernos de acuerdo en esta materia. Hay
quizá una salida, pero esa salida debería ser una entrada. Hay quizá un
reino milenario, pero no es escapando de una carga enemiga que se toma
por asalta una fortaleza. Hasta ahora este siglo se escapa de montones de
cosas, busca las puertas y a veces las desfonda. Lo que ocurre después
no se sabe, algunos habrán alcanzado a ver y han perecido, borrados ins-
tantáneamente por el gran olvido negro, otros se han conformado con el
escape chico, la casita en las afueras, la especialización literaria o científi-
ca, el turismo. Se planifican los escapes, se los tecnologiza, se los arma
con el Modulor o con la Regla de Nylon. Hay imbéciles que siguen cre-
yendo que la borrachera puede ser un método, o la mescalina o la homo-
sexualidad, cualquier cosa magnífica o inane en sí pero estúpidamente ex-
altada a sistema, a llave del reino. Puede ser que haya otro mundo dentro
de éste, pero no lo entraremos recortando su silueta en el tumulto fabu-
loso de los días y las vidas, no lo encontraremos ni en la atrofia ni en la
hipertrofia. Ese mundo no existe, hay que crearlo como el fénix. Ese mun-
do existe en éste, pero como el agua existe en el oxígeno y el hidrógeno,
o como en las páginas 78, 457, 3, 271, 688, 75 y 456 del diccionario de
la Academia Española está lo necesario par escribir un cierto endecasíla-
bo de Garcilaso. Digamos que el mundo es una figura, hay que leerla. Por
leerla entendamos generarla. ¿A quién le importa un diccionario por el dic-
cionario mismo? Si de delicadas alquimias, ósmosis y mezclas de simples
surge por fin Beatriz a orillas del río, ¿cómo no sospechar maravillosamen-
te lo que a su vez podría nacer de ella? Qué inútil tarea la del hombre, pe-
luquero de sí mismo, repitiendo hasta la náusea el recorte quincenal, ten-
diendo la misma mesa, rehaciendo la misma cosa, comprando el mismo
diario, aplicando los mismos principios a las mismas coyunturas. Puede ser
que haya un reino milenario, pero si alguna vez llegamos a él, ya no se lla-
mará así. Hasta no quitarle al tiempo su látigo de historia, hasta no acabar
con la hinchazón de tantos hasta, seguiremos tomando la belleza por un
fin, la paz por un desiderátum, siempre de este lado de la puerta donde en
realidad no siempre se está mal, donde mucha gente encuentra una vida
satisfactoria, perfumes agradables, buenos sueldos, literatura de alta cali-
dad, sonido esterofónico, y por qué entonces inquietarse si probablemente
el mundo es finito, la historia se acerca al punto óptimo, la raza humana
sale de la edad media para ingresar en la era cibernética. Tout va très
bien, madame la Marquise, tout va très bien, tout va très bien.

Por lo demás hay que ser imbécil, hay que ser poeta, hay que estar en la
luna de Valencia para perder más de cinco minutos con estas nostalgias
perfectamente liquidables a corto plazo. Cada reunión de gerentes inter-
nacionales, de hombres-de-ciencia, cada nuevo satélite artificial, hormona
o reactor atómico aplastan un poco más estas falaces esperanzas. el reino
será de material plástico, es un hecho. Y no que el mundo haya de conver-
tirse en una pesadilla orwelliana o huxleyana; será mucho peor, será un
mundo delicioso, a la medida de sus habitantes, sin ningún mosquito, sin
ningún analfabeto, con gallinas de enorme tamaño y probablemente dieci-
ocho patas, exquisitas todas ellas, con cuartos de baño telecomandados,
agua de distintos colores según el día de la semana, una delicada atención
del servicio nacional de higiene,
con televisión en cada cuarto, por ejemplo grandes paisajes tropicales
para los habitantes de Reijavik, vistas de igloos para los de La Habana,
compensaciones sutiles que conformarán todas las rebeldías,
etcétera.

Es decir un mundo satisfactorio para gentes razonables.

¿Y quedará en él alguien, uno solo, que no sea razonable?

En algún rincón, un vestigio del reino olvidado. En alguna muerte violenta,
el castigo por haberse acordado del reino. En alguna risa, en alguna lágri-
ma, la sobrevivencia del reino. En el fondo no parece que el hombre aca-
be por matar al hombre. Se le va a escapar, le va a agarrar el timón de la
máquina electrónica, del cohete sideral, le va a hacer una zancadilla y des-
pués que le echen el galgo. Se puede matar todo menos la nostalgia del
reino, la llevamos en el color de los ojos, en cada amor, en todo lo que
profundamente atormenta y desata y engaña. Wishful thinking, quizá;
pero ésa es otra definición posible del bípedo implume.

(-5)

Rayuela. Cátedra, Madrid: 1997.

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