El porvenir de España

(Cuatro cartas abiertas, publicadas en El Defensor de Granada en 1898)

"De Angel Ganivet a Miguel de Unamuno"

II

A pesar de lo dicho creo, y la gratitud nos obliga a creer, que la restauración ha prestado al país un gran servicio; nos ha dado un período dé paz relativa, y en la paz hemos visto claro lo que antes no veíamos; se decía que nuestros males venían de las guerras, revoluciones y pronunciamientos, y ahora sabemos que la causa de nuestra postración está en que hemos construído un edificio político sobre la voluntad nacional de una nación que carece de voluntad. Vivimos, pues, en el aire, como quien dice, de milagro. Se explica perfectamente ese movimiento instintivo de la nueva generación en busca de una realidad en que afirmar los pies, eso que sé ha llamado movimiento regionalista, aunque propiamente no lo sea. No hay ya jóvenes que vayan a Madrid con el uniforme de ministro en la maleta, y los hay que comienzan a comprender que un hombre no aventaja en nada con añadir su nombre al catálogo inacabable de celebridades inútiles y nocivas de España, y los hay también que prefieren trabajar en sus casas y en beneficio de sus pueblos, a ganar en la tribu parlamentaria estériles aplausos. El día que haya en las diversas capitales de España hombres de talento y prestigio, que estudien los verdaderos intereses y aspiraciones de sus comarcas y los fundan en un plan de acción nacional, dejarán de existir esas entelequias o engendros de gabinete con que hoy se nos gobierna, y habremos entrado en la realidad política.

Yo soy regionalista del único modo que se debe serlo en nuestro país, esto es, sin aceptar las regiones. No obstante el historicismo que usted me atribuye, no acepto ninguna categoría histórica tal como existió, porque esto me parece dar saltos atrás. A docenas se me ocurren los argumentos contra las regiones, sea que se las reorganice bajo la monarquía representativa o bajo la república federal, sea bajo esta o aquella componenda debajo del actual régimen; encuentro demasiado borrosos los linderos de las antiguas regiones, y no veo justificado que se los marque de nuevo, ni que se dé suelta otra vez a las querellas latentes entre las localidades de cada región, ni que se sustituya la centralización actual por ocho o diez centralizaciones provechosas a ciertas capitales de provincia, ni que se amplíe el artificio parlamentario con nuevos y no mejores centros parlantes... Usted, que es vizcaíno, reconocerá que un parlamento vasco no les hace ninguna falta, teniendo como tienen diputaciones forales que no son focos de mendicidad como muchas de España, sino diputaciones verdaderas; yo, que soy andaluz, declaro que Andalucía políticamente no es nada, y que al formarse las regiones habría que reconocer dos Andalucías: la alta y la baja; el mismo Pi y Margall, en Las Nacionalidades, las admite.

Pero hay además una razón que de fijo le hará a usted mella. El valor de los organismos políticos depende en nuestro tiempo de su aptitud para dar vida a las reformas de carácter social, y ni el Estado, ni la Religión, ni ninguna de sus formas posibles, satisfacen esta necesidad de nuestro tiempo; el socialismo español ha de ser comunista, quiero decir, municipal, y por esto defiendo yo que sean los municipios autónomos los que ensayen las reformas sociales; y en nuestro país no habría en muchos casos ensayo sino restauración de viejas prácticas. El pueblo y la ciudad son organismos reales, constituidos por la agrupación de moradas fijas, inmuebles, y por lo mismo que son una realidad, podrían vivir independientes con ventaja y sin peligro. El peligro está en las instituciones convencionales, porque éstas, faltas de asunto real, divagan y caen en todo género de excesos.

No sé cómo hay socialistas del Estado ni de la Internacional; en España es seguro que la acción del Estado sería completamente inútil. Se darían leyes reguladoras del trabajo y habría que vigilar el cumplimiento de esas leyes: un cuerpo flamante de inspectores, es decir, de individuos que en virtud de una Real orden tendrían el derecho de pedir cinco duros a todos los ciudadanos que cayeran bajo su dirección. Un ministro muy formal, el Sr. Camacho, dijo que siempre que daba una credencial de inspector, creía poner un trabuco en manos de un bandolero. Y si para mayor garantía los inspectores eran de la clase obrera, entonces apaga y vámonos.

Les voy a contar a ustedes un cuento que no es cuento. Había en una ciudad, de cuyo nombre me acuerdo perfectamente, aunque no quiero decirlo, un orador socialista de los de espada en mano. Todos los abusos le llegaban al alma, y el que le llegaba más hondo era el de que se robase en el pan, "base alimenticia del pueblo". La idea del pan falto se le fijó en la mollera, y tanto fue y vino y tanto clamó y aun chilló, que el alcalde de la ciudad le llamó a su despacho, y después de una larga entrevista, en la que hizo gala de su amor al pueblo, a la justicia y a las hogazas cabales, le nombró inspector del peso del pan. Los panaderos faltones se echaron a temblar, excepto uno, el más viejo y socarrón del gremio, gran conocedor de sus semejantes, que dijo a sus compañeros: -"Ese es un ejambrío, y si queréis, yo me encargo de untarle la mano." Así se hizo, y desde entonces ya no le faltaban al pan dos onzas, sino cuatro; las dos de costumbre y dos más para untar al "hombre nuevo". -Todo eso se remediaría, diría alguien, nombrando un inspector superior con título para que meta en cintura a sus subalternos. -Ese nuevo inspector, contesto yo, no sólo se dejará sobornar, sino que exigirá que le lleven el dinero a su casa y que le oseen las moscas o le saquen los niños a paseo. Y tantos inspectores podríamos nombrar, que ocurriese con las hogazas lo que con las caperuzas del cuento del Quijote; las habría tan chicas, que habría que comerlas con microscopio.

Mientras el mundo exista, habrá hombres listos que vivan sin trabajar a expensas del público y los golpes irán siempre a dar en la hogaza, es decir, en la realidad. Ensanchemos, pues, esta realidad para que vivan todos, los listos y los que no lo son. Y esto se consigue reservando parte de la propiedad para usufructo común. Comunidades benéficas, de pósitos, de disfrute de montes y de pastoreo, etc., etc., según las condiciones de cada municipio, a fin de que el vecindario tenga le seguridad de que, no obstante albergar en su seno un considerable número de bribones, éstos no impiden que todo el mundo coma, por muy mal dadas que vengan.

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